Cuando hablamos de ética comprendemos un conjunto de actos, comportamientos y patrones sociales encaminados a la transparencia, honradez y rectitud de todos los ciudadanos, resaltando allí la capacidad de discernimiento (entre lo bueno y lo malo) y su relación con la moral y las buenas costumbres. Y por política podemos asumir varias concepciones, pero la que nos viene al caso es la asignada en la visión Aristotélica: la política es el arte de gobernar los pueblos para preservar el orden, la credibilidad y la estabilidad.
Luego, si hacemos una fusión de ambos conceptos podemos observar que la ética política- o ésta dentro de la ética- es tan primordial como urgente, sobre todo para un país como el nuestro, dado que acá parte importante de los políticos obra con observancia de cualquier disciplina, menos de la ética (existen honrosas excepciones). Y es esto lo inquietante porque, quienes asumen cargos públicos de responsabilidad para este país, deben estar cien por ciento apegados a los parámetros éticos y morales; ese es el deber ser. Sin embargo, pareciera un sarcasmo de mal gusto hablar en Colombia de ética y de política a su vez, pues hay quienes consideran ambas incompatibles. Y no es para menos. ¡Ese es el problema!
Acá, para nuestro infortunio, no hay transparencia ni rectitud, mucho menos honestidad en el 80% de servidores públicos colombianos. Todavía reina la trampa, el chanchullo, el ardid, y la voltereta. La mayoría se inclina por lo fácil; sin ningún esfuerzo, sin méritos ni merecimientos. Y así obtienen a como dé lugar lo que les place, verbigracia, «un puestico» en alguna entidad administrativa o un contrato adjudicado a dedo por su «amiguito» de la administración, careciendo incluso de las aptitudes y cualidades para desempeñar la función. Es por esto, por lo que los asuntos públicos se han convertido en un aliciente de ilegalidad; pero lo más grave es que se ha llegado al exabrupto de considerar idóneo al que incurre en ello. Para muchos es normal el que compra y vende fallos judiciales, el que saquea el dinero de las regiones, el que mueve fichas burocráticas para pagar favores electoreros, y el que se inventa obras innecesarias para robar a través de repugnantes sobrecostos.
Traigo esto a colación porque además de lo mencionado, hemos observado por consecuencia del Covid-19, infinidad de irregularidades en la compra de mercados y utensilios para los más vulnerables. Los sobrecostos en la contratación pública son enormes, pero, como siempre, acá nunca pasa nada. Los corruptos se creen blindados y omnímodos desplegando acciones manifiestamente contrarias a la ley, sin que haya quien los ataje y les ponga freno. ¡Lo que falta es orden y autoridad!
Ahora bien, no es para menos evidenciar el nivel de resignación tan mayúsculo en los colombianos, dado que, resulta incomprensible para cualquier persona, que haya quienes en época de crisis se atrevan a robarle al pueblo. Razón tienen algunos en considerar como pillos y bandidos a la clase política colombiana. Difícil lastre nos tocó soportar el año pasado cuando aspiramos a una corporación pública, pues con lo que está sucediendo entiende uno el porqué de ello. ¡Jodida la cosa!
Conclusión: Es indispensable que los ciudadanos de bien nos interesemos en lo público, participando activamente en las contiendas electorales municipales, regionales y nacionales. Esa es la única vía para recuperar la confianza, mutar esa triste concepción y reconocer con la frente en alto una verdadera ética política. De lo contrario, seguiremos padeciendo situaciones tan deplorables como las actuales, con servidores abruptamente despreciables que no tienen ningún reparo en atracar a su propio electorado. ¡No hay derecho!