Como el coronavirus, también la desigualdad en el mundo está fuera de control.
Un planeta globalizado y absolutamente interconectado ha puesto en evidencia su infinita fragilidad frente a la aparición de un virus, cuya irrupción era absolutamente predecible, que no es el primero ni será el último y que hubiéramos debido estar en condiciones de combatir, si en el orden económico neoliberal imperara la racionalidad en términos de asignación de recursos a lo esencial y no la codicia y el apetito ilimitado de crecer sin sustentabilidad, no para distribuir la riqueza y generar bienestar colectivo sino para concentrar en una minoría los frutos del desarrollo.
A comienzos de enero OXFAM, había puesto el dedo en la llaga al afirmar que “2153 millonarios poseen más riqueza que 4.600 millones de personas en el mundo.”
Y el foro mundial de Davos celebrado en el mismo mes señalaba al cambio climático como el principal riesgo global.
OXFAN, además, denunciaba que casi la mitad de la población trata de sobrevivir con 5,5 dólares al día, derivados del rebusque y de la informalidad y que una buena porción de la humanidad que tiene ingresos apenas un poco más elevados podía caer en la miseria de un momento a otro a causa de una enfermedad o una mala cosecha.
Nadie les prestó ni siquiera un poco de atención.
Todos ignorábamos a principios de 2020 que la “enfermedad” aludida de refilón en Davos no estaba agazapada sino en pleno desarrollo en una megalópolis china, de donde saltaría a velocidad de vértigo y valiéndose del tráfico aéreo, hasta al último rincón del orbe. Y nadie hubiera podido imaginar, ni siquiera en trance de pesadilla, que, en el lapso de unos pocos días el hasta entonces invulnerable entramado del capitalismo mundial caería de rodillas a causa de un patógeno infinitesimal, capaz de expulsar los aviones de los cielos, abatir la industria petrolera y automovilística, el turismo, colapsar la salubridad hasta en los países más ricos y desarrollados y frenar en seco la actividad del planeta.
Menos de dos meses de confinamiento han bastado para hacer eclosionar en todas partes y al mismo tiempo los horrores de la miseria globalizada que nos negábamos a ver, las urgencias inaplazables del hambre y las secuelas trágicas de habernos embarcado desde hace más de 40 años, con el impulso de Reagan y Thatcher, en un modelo de organización económica y social basado en el consumismo a ultranza que asigna los recursos a lo que no es básico para hacer mejor la vida de los seres humanos, que desecha o deja de lado los valores fundamentales, esos que nos hacen personas, el cuidado de los más débiles, la justicia distributiva y las más elementales consideraciones éticas, producto de una evolución cultural milenaria.
Con ojos abiertos e información científica suficiente, pero con vocación suicida, estamos avanzando a pasos agigantados hacia la destrucción la casa común, dándole fuelle incesante al calentamiento global para alcanzar los dos grados que nos separan del punto de no retorno, que alterará el clima de la tierra hasta volverla inhabitable. Somos una especie que está haciendo hasta lo imposible por provocar su propia aniquilación y, que, aún sabiéndolo, se atreve a considerarse inteligente.
En plena emergencia, con la realidad cotidiana puesta de cabeza a lo largo y ancho del globo y las convulsiones en todos los ámbitos de la vida provocadas por el coronavirus, se escuchan voces alarmadas que se preguntan en medio de este cataclismo, cuál será la suerte que pueden correr los sistemas democráticos. Los mismos que venían atenazados, desde antes del surgimiento de la pandemia, por el resurgir de los populismos de derecha, la xenofobia, el aislacionismo egoísta y hasta las peores expresiones del antisemitismo que se consideraban superadas después de las 2 guerras mundiales con su saldo ominoso de cerca de 90 millones de víctimas fatales y la casi total destrucción de Europa.
América Latina y muchas otras naciones, sacudidas por la misma rabia, estaban volcadas con sobradas razones a la calle para exigir mejoras sustanciales en salud, educación, servicios públicos de calidad y empleo digno. El Covid -19 ha puesto en evidencia de manera dramática hasta donde estaban justificadas las reclamaciones airadas de las multitudes.
No podemos dejar de preguntarnos en el enclaustramiento de la cuarentena, para qué sirve una supuesta democracia, alcanzada después de siglos de maduración y de confrontaciones bélicas y si valen para el interés de la humanidad una institucionalidad y un sistema representativo que han depositado el destino de grandes naciones como lo son Estados Unidos, Brasil y Gran Bretaña en las manos de caudillos tan irresponsables y dementes como han demostrado serlo, en la gestión de la pandemia Donald Trump, Jair Bolsonaro y el propio Boris Johnson.
Las percepciones erradas de tales liderazgos, materializadas en pésimas decisiones se están contando en millares de vidas humanas perdidas. Y sin embargo, cuentan con un público de seguidores fanáticos dispuestos a votarlos que siguen firmes, anteponiendo la irracionalidad y el éxito en los negocios a la conservación de la vida y de la salud colectivas.