Vivimos tiempos complejos, el caos se antepone como requisito fulgurante para la comprensión de la realidad, pero ¿qué es la realidad?, ¿qué imágenes se nos proyectan de la realidad?, ella nos demuestra que vivimos tiempos sombríos, como diría Bertolt Brecht, no como una temporalidad de horror, sino también de confusión, pues la teoría ya no viene a nuestra ayuda. Asumir entonces la realidad contemporánea implica no una reinvención como cliché, sino un repensar el andamiaje conceptual con el cual el hombre reflexiona en los escenarios en los que se instaura la vida, entre ellos la lentitud.
Los albores de la Revolución Industrial, dotaron al mundo occidental de una imagen anclada en la productividad, lo cual transformó las percepciones filosóficas y estéticas que los griegos habían configurado desde la lentitud, aduciendo que la lentitud era una idea que dotaba al mundo de subdesarrollo, atraso y estancamiento, olvidando que para los griegos la lentitud era un modo de vida fundamentado en la ética, amalgamada inevitablemente con la estética, en y para la vida.
El mundo pre pandemia nos había sumido en la lógica del running, nos exigía correr, ir adelante, levar el ancla en ese eterno retorno de Mircea Eliade. La Gran Depresión de los años 20, detonó en la Gran Aceleración, nombre con el cual se le conoce a las rápidas transformaciones socioeconómicas y biofísicas que se iniciaron a partir de mediados del siglo XX como consecuencia del enorme desarrollo tecnológico y económico acontecido tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y que ha sumido al planeta Tierra en un nuevo estado de cambios drásticos inequívocamente atribuible a las actividades humanas, dando lugar a lo que se conoce como era de los humanos o Antropoceno, caracterizada por el enorme crecimiento del sistema económico-financiero mundial, el desarrollo tecnológico y la profunda crisis ecológica y biofísica.
El mundo durante la pandemia, ha instaurado la Gran Desaceleración, la cual en el confinamiento y en la quietud encuentran sus mayores rasgos característicos, en palabras de Txetxu Ausín, nos obligó a parar, sosegarnos, reflexionar, determinar fines para la vida buena, tomar perspectiva. En este sentido ante el crecimiento productivo, la lentitud es revolucionaria, en tanto, ha demostrado, que es necesario ir más despacio para poder vivir. Mirar, contemplar, recrearse, fijarse en el detalle del tapabocas, caminar y no correr, no aglomerarse, en la voz de Serrat cantar “…golpe a golpe, verso a verso”.
A los que salgan vivos de la pandemia, les corresponderá replantearse el ethos, el cual según (González, 1996), se refiere a la «morada» en la que se habita; alude a un lugar familiar, «acostumbrado»; de ahí que se entienda también como una forma habitual de comportamiento, como un «hábito». El ethos, afirma la filosofía griega, es un modo habitual, continuo, de comportarse, de ser el tiempo, de estabilidad y persistencia temporal; de tal suerte que expresa la condición espacio–temporal del hombre. Es en este sentido que apelamos al concepto de ética, como un modo de situarse en el mundo y de responder al mundo, una disposición, asimismo un modo de habitar con el otro, con los otros.
Apelar por una ética de la lentitud, implica entender que la razón exige demora, para comprender las ideas que anteceden a la acción, lo cual conlleva estructurar nuevos modos de vida desde lo estético, no como una reflexión sobre lo bello, sino como los modos de mirar e interactuar desde los signos, las formas como el hombre construye y estructura sus imágenes de mundo. La ética de la lentitud implica entonces responder a la búsqueda de un cierto saber, un saber ver que conduce a un saber ser, en suma, a un saber vivir.
Así que en tiempos de pandemia caminemos, no corramos, miremos, observemos, escuchemos más, reflexionemos más, amemos más; la vida es corta como para perderla en el running.