El coronavirus no sólo ha provocado el frenazo en seco de la actividad humana en el planeta, paralizado la economía y desnudado las abismales desigualdades entre los seres humanos, que sabíamos que existían pero cuyas consecuencias devastadores en la vida de la gente nunca habíamos podido experimentar al mismo tiempo con semejante crudeza y encarnizamiento; también ha echado por tierra axiomas convertidos en “verdades reveladas” por el liderazgo neoliberal y la academia de los centros capitalistas, que durante los últimos 40 años viene alimentando y difundiendo el pensamiento único acerca del manejo de las sociedades, la economía y la política.
La covid-19 ha rasgado el velo de manera brutal, demostrándole al mundo entero que Estados Unidos ha dejado de ser la fuente de estabilidad geopolítica más poderosa e influyente en relación con los destinos de la humanidad; que la comunidad internacional carece de poder real y de instrumentos para hacer frente a las crisis globales, que la austeridad fiscal no puede ser la respuesta a las convulsiones económicas y que la globalización sin gobernanza no es panacea para nadie.
Aunque Donald Trump, sea una anomalía trágica en el discurrir del siglo XXI, la realidad viene reacomodándose desde mucho antes de su elección a la presidencia de los Estados Unidos. El orden de la posguerra se alteró sustancialmente porque sobre el escenario bipolar que condujo a la Guerra Fría, surgieron nuevos actores y potencias emergentes visceralmente interconectadas en sus economías con los Estados Unidos, que, como China, principalmente, no han dejado de crecer y de ganar espacio hasta incrustarse por sus propios medios y con gran vigor en el escenario global.
La reacción de los Estados Unidos a los ataques del 11 de septiembre cambió el mundo. Al Qaeda derribó no solo las Torres Gemelas, con ellas también demolió la certeza de invulnerabilidad en su propio suelo de la hasta entonces primera potencia indiscutida.
En un solo día el planeta se puso de cabeza. De semejante revulsión y del impacto devastador propinado por Osama Ben Laden sobre la confianza en el poderío de los estadounidenses nacieron las invasiones a Afganistán e Irak, naciones demonizadas por Bush hijo en asocio de Irán, como integrantes del “eje del mal”.
Al final y después de años de confrontación se impusieron los Estados Unidos con su coalición de papel. Los talibanes fueron derrocados, el régimen de Sadam Hussein abatido y su líder ejecutado en la horca. No había armas de destrucción masiva en el país, como lo sabían con meridiana claridad y de antemano los invasores que iban tras los pozos de petróleo.
Hasta hoy, con cerca de medio millón de víctimas civiles iraquíes de por medio, Estados Unidos no ha podido ni querido abandonar del todo Iráq, donde custodia grandes intereses y en cuyo suelo se desencadenó una guerra civil que no ha podido ser contenida. La población está más sumida que nunca, antes de la invasión, en la inseguridad, la inestabilidad institucional y la pobreza. Trump negocia con los Talibanes en el afán de que el ejército estadounidense pueda al fin abandonar Afganistán para dar cumplimiento, aunque sea de manera parcial, a sus promesas electorales.
En desarrollo de la teoría de la guerra preventiva y total contra el terrorismo, se transformó la idea de seguridad. Las fuerzas armadas estadounidenses mutaron radicalmente. Las agencias de inteligencia militarizadas, se volvieron más eficaces y útiles para detectar y liquidar las células durmientes de los jihadistas que los escuadrones de aviones cazas, los bombarderos y los submarinos.
Drones, aviones no tripulados y misiles teledirigidos con precisión digital se tornaron cada vez más letales y definitivos en la batalla sin cuartel contra el terrorismo de matriz islámica que primero noqueó a Nueva York y progresivamente se abatió con violencia extrema sobre el resto de las capitales y centros urbanos del entorno occidental.
En los aeropuertos, en las fronteras y en las áreas pobladas de los países occidentales se extremaron las medidas de seguridad Se difundió un pánico generalizado fundado en la idea de que si algo tan improbable y catastrófico como los ataques del 11 de septiembre había ocurrido en la capital del mundo era muy posible que volviera a pasar en cualquier parte. El stress post traumático colectivo derivado de los ataques del 11 de septiembre aún no ha sido superado.
El enemigo a batir desde entonces han sido los integrantes de grupos religiosos y extremistas, regados a lo largo y ancho del orbe. El califato islámico y la potencia de Isis con sus miles de adherentes reclutados vía internet, buena parte de ellos en Europa y los Estados Unidos, sentaron sus reales sobre un amplio territorio de Siria e Iraq.
Una variopinta agregación de poderes militares asumió el cometido de derrotar a ISIS. Estados Unidos, Francia, Rusia, Reino Unido, algunas naciones árabes y sobre todo los Kurdos, definitivos en la confrontación terrestre, lograron después de 5 años de lucha declarar a Siria libre de la presencia del Estado Islámico.
En octubre de 2019 Trump retiró un enorme contingente militar de la zona delimitada por Turquía, en una decisión justamente calificada por los kurdos como de “traición y abandono” y en marzo de 2020 gran parte de las fuerzas internacionales tuvieron que abandonar la región expulsadas por el brote de coronavirus.
Al final, Rusia e Irán a través del soporte a Siria, consolidaron su poder y presencia regionales. Bashar al Ásad apuntaló su régimen y el Estado islámico terminó derrotado, pero nadie ignora que no ha sido eliminado.
En 2008 Estados Unidos exportó al mundo una crisis financiera mundial, ocasionada por la inestabilidad de los bancos de inversión, las empresas de seguros y las entidades hipotecarias de USA, como consecuencia del colapso de las hipotecas basura inventadas por estas entidades en los Estados Unidos.
Tales instrumentos conocidos como derivados, que se esparcieron con la fuerza de un tsunami, provocaron el crack financiero de 2008, después de que Alan Greenspan, en su calidad de presidente de la reserva federal se opusiera e interfiriera definitivamente los intentos de regularlos.
La crisis de 2008-2012 y su manejo con el remedio de la austeridad a toda costa, elevado a la categoría de fórmula sacrosanta por los gurúes de las finanzas y los organismos internacionales, resultó infinitamente más letal que el propio crack en términos políticos, financieros y de daño social. La abrió las puertas al populismo, al ultraderechismo y a la erosión de la democracia que está provocando daños profundos a nivel global y que ha hecho posible catapultar al gobierno los liderazgos tóxicos de personajes de la catadura de Donald Trump, Jair Bolsonaro o Boris Johnson.
La crisis del coronavirus está generando reacciones positivas: Aunque tardíamente y en medio de un candente debate, ha logrado que la Unión Europea se compacte a través de la solidaridad mediante la aprobación de un paquete financiero para la recuperación de la eurozona de 750.000 millones de euros. La Comisión Europea se endeudará masivamente en los mercados para recuperarse como bloque, pero sobre todo para impulsar la reflotación de España e Italia, naciones dramáticamente penalizadas por la crisis sanitaria.
Al hacerse cargo de la debacle de la salud y la economía, el Estado retomó a los ojos de todos, su papel como responsable del bienestar de los ciudadanos, principal motor del crecimiento y arbitro en la construcción de sociedades equitativas y justas, capaces de enfrentar fenómenos de la entidad de las pandemias y los retos del calentamiento global.
Se está imponiendo la necesidad de implementar una renta básica universal como antídoto a la desigualdad, que el coronavirus dejó al desnudo.
Los multimillonarios están entendiendo que no pueden supervivir en sociedades donde ellos lo tienen todo mientras el resto se debate en la miseria y están pidiendo no solo que no les recorten los impuestos, sino que los graven de manera sustancial.