En un mundo en el que resolver los problemas de forma pacífica y segura es visto como una utopía, porque las religiones, los nacionalismos, el imperialismo y los sistemas económicos son una excusa para violar los valores primordiales democráticos y los derechos humanos, la esperanza romántica, pero muchas veces ingenua, mezclada con un pragmatismo egoísta, permite que la idea del proceso de paz colombiano sea vista como una luz para la solución de una realidad violenta y terrorista que lleva 52 años desangrando a nuestro país. Esa es la síntesis de muchas consideraciones iniciales que hemos oído en el recorrido que emprendimos la semana pasada por Bélgica, Francia y España, para sensibilizar a dirigentes europeos sobre la situación real de las víctimas en el marco del proceso de pazy para pedir solidaridad internacional con las mismas.
En el Viejo Continente se ha “vendido”, a través de mentiras, generalizaciones y frases que más bien parecen de marketing, el proceso colombiano como “el camino civilizado” para la terminación del conflicto. Pero, cuando lo explicamos, sin ningún juicio de valor, sino, simplemente, limitándonos a mostrar en la redacción de los artículos de la Jurisdicción Especial para la Paz las grandes injusticias, la desproporción, la inseguridad jurídica y, por supuesto, la falacia de que las víctimas somos “el centro de este proceso”, se derrumba el castillo de arena y los defensores de los derechos humanos en Europa no pueden disimular su sensación de desilusión y de vergüenza. Como en el Mito de la Caverna, los europeos salen poco a poco, encandilados por la luz de la verdad sobre lo que en Colombia está pasando.
En su momento, con extrañeza, se cuestionaban por el resultado de un plebiscito adverso a lo que ellos esperaban. Pero conocer las razones de la mayoría de los votantes los conduce a una idea más real de lo que representa lo que se negoció con las Farc. Esa nueva claridad se va solidificando cuando comparan las exigencias de justicia irrenunciables en sus propios países con la desproporcionalidad que prima en este proceso.
En nuestras reuniones, de muy diversa índole, la solidaridad y el compromiso de hacer un ejercicio más riguroso en la revisión de este proceso para Colombia y de sus implicaciones en la justicia internacional, ha sido nuestro mayor logro. Desde los niveles más altos de los policy-makers de la Unión Europea, hasta las organizaciones civiles de víctimas y Derechos Humanos, han entendido la precariedad y el peligro que representa un proceso de paz en el cual primará, además, el ocultamiento de la verdad.
Es así cómo, cuando solicitamos citas a la Comisión Europea, a eurodiputados, a senadores y diputados franceses y al gobierno francés, confirmamos la inconsistencia con la que muchas veces los políticos europeos (y los colombianos) de centro-izquierda defienden los valores fundamentales de la democracia y los derechos humanos: mientras la respuesta del centro-derecha fue pronta, atenta y ejecutiva, la de los políticos de centro izquierda fue nula o minoritaria.
Como ejemplo, valga comentar que uno de los resultados de las reuniones que tuvimos con las principales organizaciones de víctimas del terrorismo en Francia fue que la candidata y posible próxima presidente de Francia, Marine Le Pen, nos ofreció una cita. Agradecimos la amable invitación, pero, a pesar de que reconocemos la claridad y la coherencia de su discurso frente al terrorismo, la declinamos, no sólo por lo apretado y difícilmente modificable de nuestra agenda, sino porque no podemos negar que su enfoque sobre la inmigración dista mucho del nuestro.
Numerosos representantes del espectro político de la izquierda y el centro-izquierda siguen teniendo, en pleno siglo XXI, un himen complaciente ante los crímenes de lesa humanidad de organizaciones terroristas, como las Farc, pero reaccionan horrorizados frente a discursos como el de Le Pen, que, si bien rechazamos, hay que reconocer que no han acudido nunca a las armas.
Por ello, en coherencia, la nuestra es la defensa de los derechos de las víctimas de las Farc, que es la misma de los de las víctimas de los paramilitares, o de las del Eln o de las del Estado. Ese mismo principio universal será siempre nuestro faro. Sin embargo, en este momento, nuestra defensa particular de las víctimas de las Farc se debe, precisamente, a que estos victimarios, y no las víctimas, serán los grandes beneficiados de un proceso que les asegure la impunidad y les dé estatus político, en unas condiciones de ventaja sobre quienes, desde la legalidad, hemos defendido siempre la representación real de los más necesitados.
No podemos resignarnos a un nuevo episodio en el cual «los buenos», queriendo ver un escenario más propicio a sus ojos, miren en otra dirección para calmar sus culpas y para protegerse del dolor que representa asomarse al horror de la crueldad humana, como ha sido el sufrido por el pueblo colombiano. Y estamos seguros de que, si seguimos abriendo puertas, en un continente como el europeo, en el que, tras una historia dolorosa de guerra, se mantienen muy presentes la defensa de los derechos humanos, la proporcionalidad entre las penas y los daños cometidos por los criminales, la reivindicación de los derechos de las víctimas y el rechazo a cualquier tipo de apología de la violencia, terminará haciéndose imposible no condenar un proceso que, definitivamente, no representa los valores de la civilización occidental.