El 27 de junio de 2017 pasará a la historia, sin duda. Lo hará, luego de llegar a esta fecha tras un conjunto de hechos y acontecimientos que explican el júbilo que vive parte importante del país y que quienes se oponen no pueden rehuir. La guerra irregular llegó históricamente a un punto coyuntural pero estratégico para la paz: ni la guerrilla logró la toma violenta del poder ni el Estado logró acabar con la guerrilla, pese a que las FARC de manera vertiginosa, entre 2001 y 2002, aumentaron su acciones bélicas de 825 a 2063, y que el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas permitió algo impensable en otros tiempos como la caída de integrantes del secretariado.
Ese empate nocivo despejó la salida negociada en un contexto en el que ascendieron gobiernos en la región con una raíz de izquierda y algunos incluso con experiencias guerrilleras, como en el caso de Rousseff en Brasil y Mujica en Uruguay. La toma violenta del poder había quedado deslegitimada. El ciclo guerrillero que en América Latina inició Cuba en 1959 había llegado a su fin. La culminación de la Guerra Fría, y el cese de las dictaduras militares en el cono sur, dieron paso a una nueva etapa democrática en el mundo.
Ya que las guerras irregulares no se resuelven en enfrentamientos puntuales que decidan de manera definitiva el triunfo y derrota de los bandos, la violencia política en Colombia no logró ser resuelta a través de la derrota militar a manos del Estado o la toma del poder por la insurgencia. Reconocer esta realidad, fue una de las razones que permitió considerar de manera viable la posibilidad de instalar una mesa de negociaciones en procura del fin del conflicto.
A este desgaste producto de la confrontación, se sumó una movilización contra el secuestro, que tuvo en el profesor Moncayo un digno representante, y se expresó igualmente en el rechazo desatado tras el asesinato de los diputados del Valle del Cauca. El repliegue de las estructuras guerrilleras hacia zonas de frontera como producto de la confrontación, se sumó al cambio de discurso político que permitió reconocer la existencia de un conflicto armado mediante la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, así los resultados de esta legislación sean limitados.
Este proceso de negociación que inició en Oslo el 18 de octubre de 2012, es la síntesis de la experiencia acumulada en las últimas décadas. Para la realización de las rondas de negociación no se hizo necesario el despeje de extenso territorios. A diferencia de los doce puntos en 1999, la agenda establecida en el “Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera”, contó con seis puntos acotados y realistas que incorporaron aspectos generadores del conflicto.
No fue una invocación a las “causas objetivas y apertura democrática” de Belisario Betancur, pero incorporó el tema de la tierra y hará una reforma política necesaria para ampliar la participación. Tuvo un decidido compromiso de altos mando del ejército y la policía en la mesa de negociación, y su eje central, como ejemplo para el mundo, fue la reparación de las víctimas, quienes tuvieron la palabra de manera directa en la mesa de La Habana y esperan la reparación necesaria como una camino certero hacía la paz.
Pese a las dudas que puedan persistir, las negociaciones son mecanismos que como barcos llegan a buen puerto si cuentan con voluntad política. A diferencia del acuerdo de La Uribe (1984), firmado en un contexto en el cual las FARC habían decidido desdoblar sus frentes existentes, el suscrito en El Colón va acompañado de la decisión estratégica de abandonar las armas como un instrumento para hacer política. La amnistía otorgada no se hace bajo el amparo de un grupo beligerante, sino ante una guerrilla que dejó de ser como tal en el momento en que perdió su carácter móvil y se desarmó efectivamente.
Viene con lo ocurrido, la hora de avanzar de manera definitiva en la implementación de los acuerdos. En ese contexto, la conversión de las FARC en movimiento político debe ser reconocida, aun cuando no se compartan sus postulados programáticos o se acompañe en las urnas. La reforma de la tierra respaldada, como una base fundamental que permita la no generación de las condiciones que en el campo fueron el material febril del que surgieron las violencias de todo tipo. La presencia legítima del Estado, vista como la posibilidad de construir en los territorios las condiciones materiales para proveer bienestar y seguridad propios de una institucionalidad moderna.
Estas condiciones deben permitir el cierre de una brecha que se expresó de manera tangible en el plebiscito del pasado 2 de octubre. Avanzar en un camino de reconciliación debe traer consigo la proscripción de las armas como herramienta política, y un escenario público pluralista en donde los defensores de derechos humanos y representantes de las víctimas no sean asesinados en la búsqueda de la reparación. Las diferencias de enfoque naturales a una democracia, y las dudas propias del cierre de un ciclo histórico, no deben impedir reinventarnos e imaginarnos como sociedad en un horizonte de paz. Ese futuro está por escribir y ha iniciado el 27 de junio.