La semana pasada el país se estremeció con la noticia del naufragio del barco turístico El Almirante en el embalse de Guatapé, a unos 80 kilómetros de Medellín. El barco, de cuatro pisos, se «partió en dos» mientras navegaba cerca del malecón, zona turística. El saldo final de la tragedia fue de nueve personas muertas.
Según informó noticias UNO en su emisión del sábado 1 de julio, frente a este naufragio se observaron varias irregularidades, y llaman particularmente la atención dos de ellas: la primera es que, en el certificado de garantía, el constructor estableció que la embarcación tenía capacidad para 260 pasajeros, pero en el certificado vigente de inspección del Ministerio de Transporte se le dio autorización para transportar 280; diferencia que puede significar más de una tonelada de peso adicional. La segunda es que la embarcación sólo contaba en el momento de la última inspección realizada con equipo de salvamento para 116 personas, cantidad apenas suficiente para salvar a menos de la mitad de sus pasajeros ante una eventualidad tal como la que se presentó. ¿Por qué ninguna autoridad se percató de esto? Las investigaciones apenas comienzan, pero, en el mejor de los casos, se puede anticipar que hubo negligencia; ya veremos si hubo corrupción de por medio.
Contrasta esta actitud con la proactividad que mostró la Alcaldía de Guatapé, a través de su Secretaría de Turismo, cuando a principios de este año publicó un cartel informativo ilustrado y bilingüe, en perfecto inglés y español, mediante el cual se le indicaba a los turistas cuáles prendas podían o no vestir para no ofender la “moralidad” de los habitantes del municipio. Llama la atención que la preservación de la vida y seguridad de las personas no preocupe tanto a la administración municipal como la defensa de las buenas costumbres.
El caso de Guatapé no es único, recientemente la alcaldesa encargada de Yopal, Luz Marina Cardozo, desconociendo el carácter laico del Estado Colombiano, le entregó simbólicamente las llaves del municipio al «Señor Jesucristo» mediante el Decreto municipal 036 de 9 de junio de 2017, argumentando que con esta decisión anhelaba salvar el alma de los habitantes del municipio; los mismos que actualmente sufren una grave crisis humanitaria por falta de agua potable ante la carencia de un acueducto municipal, pese a que Casanare fue el departamento que más regalías recibió en el 2013.
Casos como estos dos, que pueden parecer aislados y pintorescos, son frecuentes y, además de ser inconstitucionales e ilegales, reflejan cómo el populismo se ha enquistado en la administración pública en detrimento, incluso, de la vida de los ciudadanos, generando múltiples inquietudes sobre las calidades técnicas de las personas que se desempeñan como funcionarios públicos.
Al revisar los criterios establecidos en los requisitos para la postulación a cargos de elección popular vemos cómo la norma no exige sino una edad mínima, adicional a las firmas ciudadanas o al aval de un partido o movimiento político para la inscripción de una candidatura. Así, nos encontramos con todo tipo de celebres políticos que, ante su incapacidad intelectual y técnica de presentar propuestas estructurales de mejoramiento u optimización de la administración, se dedican a presentar iniciativas que rayan en el ridículo tales como las señaladas.
En múltiples ocasiones y a lo largo de más de una década se han presentado al Congreso pluralidad de proyectos de reforma constitucional con el fin de aumentar los requisitos académicos de quienes se postulan para ser elegidos a cargos de elección popular, pues no tiene sentido que se exija a un funcionario de bajo rango ser profesional con postgrado y se le dé una remuneración pírrica, pero se permita que el funcionario público electo, poseedor de la capacidad decisoria y con una asignación salarial millonaria, no haya terminado ni siquiera la primaria o el bachillerato. La más reciente iniciativa de reforma constitucional la presentó en julio de 2016 el representante a la Cámara por el departamento de Vaupés, Norbey Marulanda Muñoz, pero, como es de esperarse, en todas las ocasiones que ha sido presentado el proyecto se ha hundido; ningún congresista quiere votar una iniciativa que le valdrá la enemistad de los alcaldes y gobernadores, dueños de los votos con los que senadores y representantes se hacen elegir en las regiones.
Es claro que el exigir que nuestros mandatarios sean profesionales no garantiza que no haya corrupción pues la experiencia nos ha demostrado que los grandes hampones del país son egresados de las mejores universidades, no solo de Colombia sino del mundo, pero cuando menos se puede presumir un conocimiento mínimo y un criterio técnico formado para el desempeño de la función pública pudiendo evitar que se malgasten recursos del Estado en propuestas circenses e improductivas mientras existen ingentes necesidades insatisfechas como consecuencia de la incompetencia del gobernante.
Partiendo del hecho que Dios dio al hombre libre albedrío, corresponde a los funcionarios públicos que gobiernan el planificar y ejecutar acciones concretas en pro del bienestar del pueblo, no el delegar hacia el cielo pidiendo a la divina providencia que realice la gestión que a ellos les ha sido encomendada.
¿Por cuánto tiempo más estaremos los colombianos condenados a padecer este mal? ¿Cuántas vidas más deben sacrificarse para el gobierno y el congreso actúen? El tiempo y las urnas lo dirán. Mientras tanto esperemos que la Procuraduría y la Fiscalía adelanten las acciones correspondientes en aras de poner en cintura a tantos sinvergüenzas e ineptos populistas entronizados.