Colombia está tan desinformada en todos los aspectos que todavía se cree que la batalla definitiva de nuestra Independencia fue la de Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Es cierto que fue allí donde el Libertador Simón Bolívar derrotó al ya diezmado ejército realista comandado por el coronel José María Barreiro, pero ello no habría sido posible si tres días antes unos 2.000 habitantes de Charalá (la mitad de su población total, excluyendo mujeres y niños) no hubieran corrido a cerrarles el paso en el puente sobre el río Pienta a los 1.800 soldados que llevaba el gobernador de la provincia del Socorro, Lucas González, para reforzar las tropas españolas.
Esos valientes charaleños se enfrentaron con palos, machetes, piedras, garrotes, agua caliente y hasta pescozones a soldados armados con bayonetas y copiosa munición, y el resultado final habla de 300 patriotas muertos, mientras que en la batalla de Boyacá solo se contabilizaron 23 pérdidas fatales y 53 heridos. Lo cierto es que de no haber sido por la feroz resistencia de los charaleños en la batalla de Pienta, la balanza militar se habría inclinado a favor del rey Fernando VII.
¿Por qué la mitad de la población charaleña actuó con un arrojo hasta cierto punto suicida? En parte ‘ardidos’ por el fusilamiento de María Antonia Santos Plata la semana anterior (28 de julio), y en parte porque ya anidaba en sus corazones la chispa del orgullo herido que se había encendido con el aplastamiento de la insurrección de Los Comuneros, en la que también jugó un activo papel otra santandereana de armas tomar, Manuela Beltrán, quien en rebeldía al Impuesto de Barlovento rompió el edicto al grito de ¡Viva el rey, muera el mal gobierno!, dando así origen a la rebelión comunera.
Fueron casi 20.000 los santandereanos ‘arrechos’ que marcharon hasta la capital del virreinato y lograron forzar la firma de un documento conocido como las Capitulaciones de Zipaquirá (no porque se hubieran rendido sino porque se dividió en capítulos), donde fueron aceptadas todas las demandas de los rebeldes, incluida la rebaja de impuestos y alcabalas. Fue por ello que regresaron complacidos a sus lugares de origen, pero días después la Real Audiencia ordenó apresar a su líder José Antonio Galán, a quien ahorcaron y luego desmembraron su cuerpo, cuyos pies, manos y cabeza fueron exhibidos en los pueblos más activos de la insurrección, a modo de escarmiento. (Ver macabra sentencia de muerte).
En este contexto, son dignas de evocación las palabras que pronunció Policarpa Salavarrieta de cara a sus verdugos, el 14 de noviembre de 1817: «¡Pueblo indolente! Cuán distinta sería vuestra suerte si conocieseis el precio de la libertad; ved que aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y mil muertes más. ¡Yo os compadezco, porque algún día tendréis más dignidad!».
El día de la dignidad aún no ha llegado, pero sus palabras pueden servir de referente para entender el verdadero significado, el gran peso histórico que tuvo la participación del bravo pueblo santandereano en las gestas libertadoras, el cual no ha sido debidamente reconocido, por una razón de fondo: porque la historia la escribieron en Santa Fe de Bogotá, donde residía y sigue residiendo un poder central del que, vaya paradoja, el presidente en ejercicio es descendiente directo de Antonia Santos…
Algo que muy poco se menciona en los anales de la historia, es que fueron más de 80 mil los socorranos, sangileños y veleños que perdieron la vida por la libertad, unos agotados y otros acalambrados en los páramos, hambrientos, desangrados o mutilados por las bayonetas españolas. Según el historiador Emilio Arenas, entre el Grito de Independencia del 20 de Julio de 1810, la Batalla de Boyacá del 7 de Agosto de 1819 y las ‘Guerras Magnas’ que se prolongaron por el subcontinente hasta 1825, en todas ellas participaron tantos santandereanos que, de la sola provincia del Socorro, murió el 90 por ciento de la población de jóvenes mayores de 15 años y adultos hombres.
Así las cosas, se les debe dar cabida y honrosa memoria histórica a pueblos de espíritu combativo ante las injusticias como Socorro, Vélez, Charalá, San Gil, Encino, Cincelada, Riachuelo, Mogotes, Onzaga, Puente Nacional, Matanza, Suratá, Coromoro, Ocamonte, Pinchote (donde nació Antonia Santos) y en general las provincias de Socorro, Vélez y Guanentá. Este último nombre proviene de la tribu Guane, que habitaba las escarpadas breñas del Cañón del Chicamocha. Los indígenas fueron sometidos a partir del año 1540, los repartieron en encomiendas y los obligaron a pagar tributo, luego de fallidas rebeliones. De una población cercana a los 100 mil guanes que había antes del descubrimiento de América, en 1560 quedaban 25.000 y para 1617 solo eran 3.000, de los cuales 800 trabajaban en las encomiendas.
Una pregunta obligada es si ese espíritu rebelde persiste, y aquí adquiere pertinencia recordar que Antonia Santos era guerrillera, sí, porque fue ella quien creó lo que se conoció como “la guerrilla de Coromoro y Cincelada”, la primera que se formó en la provincia de Socorro para luchar contra la invasión española y de la que su hermano, Fernando Santos Plata, fue uno de sus jefes. Hoy, por cierto, un batallón del Ejército lleva su nombre: el Antonia Santos número 7, de Apoyo y Servicios para el Combate.
Durante reciente conferencia sobre Construcción de paz que dictó en el colegio San Pedro Claver de Bucaramanga, al padre jesuita Francisco de Roux se le escuchó decir que una mayoría simple de los comandantes de la guerrilla ha sido de Santander, mientras que en porcentaje bastante más elevado la mayoría de comandantes de grupos paramilitares provino de Antioquia.
No se trata aquí de equiparar la ancestral rebeldía del santandereano con los grupos guerrilleros, ni la beligerancia del antioqueño a la inversa, pero sí pone las cosas en una perspectiva regional: no fue por casualidad que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) tuvo su origen en Barrancabermeja, en el corazón del ardiente Magdalena Medio, ni que haya sido también allí a donde llegaron los grupos paramilitares comandados por el antioqueño Carlos Castaño… a exterminar a esas guerrillas.
Ambos pasados violentos van quedando atrás (Comuneros y subversión armada) al ritmo de la cada día más creciente reconciliación nacional, pero las cuentas deben ser claras: al César lo que es del César, y a Santander lo que le corresponde.
DE REMATE: Rodolfo Hernández y Horacio Serpa son dos santandereanos ilustres, cada uno con sus propios méritos, tras una larga vida de luchas. Lo que pierde toda sindéresis es que uno de ellos se esté dejando utilizar por el uribismo para armarle una ‘vendetta’ a su adversario político.