Estamos pasmados ante las tragedias cada vez más devastadoras causadas por los terremotos y los huracanes en nuestro Continente. Y simultáneamente maravillados frente a la fortaleza colectiva y la solidaridad humana desplegadas por la gente común, especialmente los jóvenes entregados por completo a ayudar a sus conciudadanos, en una operación de salvamento que no conoce límites, ni se rinde ante el cansancio, ni se deja alcanzar por la desesperanza.
A los acordes de su himno nacional o entonando las estrofas de ese “cielito lindo” que también resuena en las gargantas y en el corazón de los colombianos, miles de voluntarios continúan haciendo fila para retirar escombros, cocinar comida caliente, repartir agua, abrazar a los familiares que se aferran a la posibilidad, cada segundo más remota de que alguno de sus seres queridos salga vivo de entre la montaña de ruinas y hormigón a que quedaron reducidas sus habitaciones, negocios y oficinas.
Exactamente 32 años después de que un pavoroso movimiento telúrico aniquilara 12 mil vidas en la capital azteca y casi destruyera 53.000 casas y edificios, la pesadilla se repite.
Esta vez la magnitud del terremoto fue de 7.1 y hasta ahora deja un saldo trágico de 333 personas fallecidas y un millar de heridos y medio centenar de desaparecidos. Apenas 12 días atrás un temblor de 8.1 había provocado 90 muertes, un alto número de heridos y grandes daños materiales en el sur del país.
Pese al elevado número de víctimas y a lo cuantioso de las pérdidas registradas, la simple comparación entre lo ocurrido un poco más de tres décadas atrás y las consecuencias hasta ahora evaluadas del sismo más reciente, indican que las medidas adoptadas por el Sistema Nacional de Protección Civil de México resultaron efectivas, no totalmente pero sí en gran medida.
Sin embargo las autoridades están empezando a efectuar un cuidadoso balance para establecer: si las normativas en materia de construcción sismo resistente se están cumpliendo o no; por qué tantas personas dejaron de atender la alerta sísmica temprana y no evacuaron a tiempo; si las inspecciones a las estructuras públicas colapsadas se hicieron con la regularidad establecida para evitar que se produjeran hechos tan dolorosos como la caída de la Escuela donde perecieron 19 niños y seis adultos y la muerte de las costureras, que volvieron a ocurrir como una réplica fatídica de lo acaecido en 1985.
El comportamiento de los mexicanos ha sido ejemplar e inspirador. Y es producto además de 32 años de preparación durante los cuales han desarrollado una cultura de protección que involucra tanto al gobierno como a la sociedad en su conjunto y al tejido institucional y que abarca a la totalidad de la ciudadanía. Pero, aunque han sido exitosos en limitar los efectos de la catástrofe y minimizar las pérdidas no han podido sustraerse enteramente a sus efectos.
Su sistema de alerta sísmica es pionero en el mundo. Moviliza a los más de veinte millones de habitantes de Ciudad de México y consiste en un sonido” de ondas gravitacionales ascendentes que avisa a la Capital con cincuenta segundos de anticipación de la llegada de un temblor con magnitudes superiores a los seis grados en la escala de Richter.” Esto si la proximidad del epicentro lo permite.
El disparo de la alarma detona la movilización organizada de los habitantes de la metrópoli, quienes con disciplina y precisión casi militar abandonan las edificaciones, “sin correr, ni gritar, ni empujar,” para permitir una evacuación fluida hacia lugares de resguardo previamente establecidos. Todos conocen las rutas de salida y cómo reaccionar para sobrevivir a un sismo o a cualquier otro desastre natural.
Los códigos de sismo resistencia y los protocolos de emergencia se actualizan y ensayan con frecuencia y cada dos años se realizan simulacros generales idénticos al que se llevó a cabo el 19 de septiembre unas horas antes de que se produjera el terremoto que, afortunadamente sin ser el “Big One”, ha causado tanta tribulación, producido varios centenares de víctimas y destrozos materiales enormes.
Si esto ocurre en México, un país entrenado cotidianamente durante décadas para afrontar el riesgo, qué puede suceder en Colombia, donde a pesar de existir buenos reglamentos constructivos con exigencias de sismo resistencia para reducir la vulnerabilidad de las edificaciones, no es claro que las autoridades vigilen su estricto cumplimiento.
Casos muy recientes como el del Space de Medellín y el del Blas de Lezo en Cartagena deberían encender las alarmas.
Produce escalofrío constatar que 24 departamentos colombianos tienen riesgo sísmico alto, que el 62% de nuestras construcciones son informales y que ciudades como Bogotá y Cali se han venido levantando en terrenos blandos y húmedos, que en caso de temblor se comportan como una gelatina al igual que en Ciudad de México.
Aquí se ha avanzado en prevención, pero no lo suficiente. Tampoco nuestro patrimonio inmobiliario tiene cobertura de seguros. Ni existen sistemas públicos de aseguramiento que les permitan volver a empezar a quienes en medio de una calamidad natural conservan la vida pero lo pierden todo.