La proclamación de la independencia de Cataluña este 27 de octubre por parte de su parlamento parece haber resultado tan efímera como la que en 1934 ensayó por apenas 8 horas, Lluis Companys, entonces presidente de la Generalidad, al frente del Gobierno de Esguerra Republicana, que culminó con el encarcelamiento fulminante del dignatario y sus ministros y el fusilamiento de los líderes de la intentona secesionista, ordenado por Franco unos años después.
Rajoy ha respondido de la única forma posible a estas alturas de la confrontación, dando aplicación al artículo 155 de la Constitución Española. Cesó en sus cargos al presidente de la Generalidad, al vicepresidente y a la totalidad de los Consejeros, limitó las funciones del parlamento y destituyó al jefe de la policía.
Con el respaldo del PSOE y Ciudadanos, el jefe de gobierno español no ha suspendido la autonomía, sino a las personas que pusieron al autogobierno fuera de la Constitución y de la ley para mediante procedimientos de intervención que pretenden aplicarse con precisión quirúrgica, volver a la normalidad, garantizar la convivencia y celebrar elecciones el 21 de diciembre próximo.
Durante más de 30 años los partidarios del hoy convicto Jordi Pujol, líder de Convergencia y Unión y otras tendencias políticas radicales de diverso signo ideológico construyeron su base electoral atizando sin pausa las llamas de la rebelión y utilizando como señuelo el independientismo.
Tres generaciones de jóvenes catalanes han crecido bajo adoctrinamiento sectario en los establecimientos educativos oficiales interiorizando como verdades absolutas y sustento emocional las consignas mentirosas de los propagandistas del separatismo.
El Estado y los partidos simplemente los dejaban hacer mientras la deriva secesionista iba acumulando adeptos y adquiría potencia de huracán ante la inacción de los gobiernos democráticos, que sin excepciones se vieron condicionados por las demandas opresivas de los catalanistas a quienes optaban por calmar, otorgándoles concesiones o negociando su apoyo.
Pero nadie creyó jamás que se podría precipitar una crisis política de la gravedad de la que está en acto, ni que hubiera necesidad de acudir al artículo 155 que abre una espiral de incertidumbres, no solo sobre la suerte de Cataluña sino sobre el futuro de España y de la propia Unión Europea.
De alguna manera todos confiaban en que no se avanzaría más allá de la amenaza, creían que los adalides separatistas no habían perdido del todo el juicio y tenían la suficiente sensatez para comprender que un golpe de estado sin mayorías suficientes en la propia Cataluña, ni respaldo internacional, ni fuentes de financiación, ni sustento legal y carente de toda legitimidad podría contar siquiera con una mínima posibilidad de salir avante.
La capacidad de chantaje de los soberanistas se agotó.
Ya no hay retroceso posible. El daño está hecho. No habrá ganadores. Pero Cataluña será la gran perdedora. Por lo pronto cerca de 2000 empresas han salido de su territorio y los cálculos iniciales muestran que la Comunidad Autónoma, verá disminuido el 30% del PIB, con serias repercusiones sobre el empleo. Capital e inversores siguen huyendo presas del pánico ante la inestabilidad reinante.
Sin embargo, lo que no pudieron lograr el Estado Español ni los partidos, ni la sociedad civil, quizá lo consiga la economía que es implacable y no se deja arrebatar por pasiones, ni por efusiones patrioteras y que los partidarios de la desmembración al fin tomen atenta nota de cuanto de mito y de falsedad, en esta era de posverdad y de populismos desbordados, contienen las afirmaciones y sobre todo las promesas que los empujaron a tratar de disociarse:
La Constitución Española no es hostil a Cataluña. Bajo su imperio la región autónoma ha gozado de 40 años de paz, crecimiento y bienestar, que la sitúan al lado de unas pocas provincias de Francia y Alemania en los estándares más altos del Continente.
Las autonomías no han fracasado. El sistema de autogobierno existente ha permitido la recuperación del idioma catalán, la ampliación de competencias y la descentralización de impuestos.
España no es un Estado autoritario. Es una democracia avanzada “que goza del máximo grado de libertades y respeto por los derechos individuales y colectivos”.
España no roba a los Catalanes. Así lo demuestran todos los análisis económicos disponibles. En aplicación del principio de progresividad, Cataluña aporta más porque es más próspera.
Cataluña sola no podrá ser más rica. Dejaría de pertenecer al espacio europeo saldría del euro y afrontaría caídas estrepitosas en todos sus índices de desarrollo.
Cataluña no puede invocar el derecho a separarse. En términos de legislación internacional solo pueden hacerlo quienes estén sometidos a dominación colonial o a otras formas de dominación u ocupación extranjeras o para cesar una masiva vulneración de los derechos humanos y las libertades democráticas, previa convalidación de la ONU.
El referéndum del 1-0 fue ilegal porque en su convocatoria violó la ley y la constitución españolas.
Y votar no fue democrático ya que la convocatoria del referendo correspondía a las Cortes y al Gobierno y fue hecha de manera unilateral por la Generalidad.