En medio de la tendencia al triunfo de los partidos de derecha en América Latina, las elecciones de Chile dieron una sorpresa. Cuando por la baja popularidad de la presidenta Bachelet se esperaba una victoria holgada del expresidente derechista Sebastián Piñera –incluso algunos lo daban ganador en la primera vuelta-, este solo obtuvo el 36% de los votos mientras que los 4 candidatos del centro-izquierda lograron la mayoría absoluta con el 55%, pero si no se unen van a perder en la segunda vuelta.
El panorama político chileno es bien complejo. Por el flanco derecho están dos grupos: “Chile Vamos”, que es la coalición de 5 partidos con Piñera, y la ultraderecha del seguidor de Pinochet, José Antonio Kast, quien obtuvo el 8% en las primarias. Aunque se criticaron mutuamente en la campaña, ya se juntaron porque en la derecha es más fuerte el ansia del poder que los principios.
En la izquierda el ganador fue Alejandro Guillier de la “Nueva Mayoría”, una coalición de 7 partidos que apoyan la gestión de Bachelet y es lo que queda de la exitosa Concertación que ha gobernado a Chile durante 24 de los últimos 28 años,
Guillier no la tiene fácil pues solo obtuvo el 23% de los votos. Aunque ya logró el apoyo de la Democracia Cristiana (6%) y del Partido Progresista (otro 6%), para ganar la presidencia tiene la difícil tarea de atraer el 20% de los votos que del “Frente Amplio”, un conglomerado de 10 partidos más radicales que critican a Bachelet por haber seguido atada al modelo neoliberal y quieren reformas más sustanciales en Chile.
Aunque con una historia política diferente a la de Colombia, la campaña electoral chilena tiene similitudes con lo que sucede en nuestro país que merecen ser analizadas. Una es la enorme proliferación de partidos y movimientos: allá 27 partidos, además de unos 8 pre-candidatos independientes que no lograron los requisitos para inscribirse; acá más de 40 aspirantes, la mayoría recolectando firmas por fuera de los partidos.
Otra similitud son los actores políticos. En ambos países un expresidente derechista que quiere volver al poder – aunque acá en cuerpo ajeno- con promesas de cambio que son un retorno al pasado; en ambos, una extrema derecha agresiva, que allá quisiera volver a los tiempos de Pinochet, y acá añora la quema de libros como método pedagógico.
También en los dos países, los candidatos oficialistas tienen el lastre de un gobierno desgastado por la mala situación económica e impopular a pesar de logros significativos en materia social y del fin del conflicto en Colombia, y unos políticos que de forma oportunista buscan distanciarse de ese gobierno del que formaron parte y usufructuaron para sus intereses.
Además, una oposición radical que rechaza la continuidad porque con toda razón quiere reformas políticas, económicas e institucionales más profundas, pero que no parece importarle el gran favor que le están haciendo a la derecha al dividir las fuerzas progresistas.
Más grave en Colombia porque, a diferencia de Chile, lo que acá está en juego es la continuidad de un proceso de paz para terminar una guerra de medio siglo, y que solo en el último año ha salvado la vida de 3.000 jóvenes colombianos. Aunque la mayoría en Chile o en Colombia sea progresista y quiera la paz, si vamos divididos no se podrá frenar el avance de la derecha.