Con el silencio progresivo de los fusiles en Colombia han salido a la luz temas que si bien eran fundamentales, estaban siendo opacados por la guerra. La corrupción, por ejemplo, hizo de la suyas mientras el país estaba enfocado en resolver un conflicto armado. Basta recordar cómo el sector de la salud, a través de la EPS Saludcoop, aportó a uno de los desfalcos más grandes de la historia, desviando recursos públicos y robándole a los colombianos.
Casi en todas las ciudades colombianas hay un llamado “elefante blanco”, obras públicas inconclusas, que generalmente no son utilizadas con el fin para el que fueron creadas, o simplemente están ahí abandonadas, como un adorno mal puesto en nuestras calles.
Así mismo, para el colombiano se ha vuelto casi costumbre, leer o escuchar en titulares de medios de comunicación palabras como “Odebrecht” hoy sinónimo de corrupción; carteles que van desde “la hemofilia” hasta la “toga”; ni siquiera la justicia se salvó de ser permeada por este delito.
La corrupción ocurre todos los días, en nuestras narices con actos que parecen tan simples como colarse en el sistema de transporte, no respetar filas o sacarle provecho al prójimo. Pero el más grande ocurre a nuestras espaldas, en alcaldías, gobernaciones, institutos descentralizados y empresas comerciales, donde la gente denuncia “mordidas”, licitaciones amañadas, contratos sin lleno de requisitos y adjudicaciones directas.
Como si fuera poco, nuestro sistema de justicia es laxo frente a la corrupción. Un reporte de la Oficina de Transparencia de la Presidencia de la República, asegura que sólo el 25% de quienes han sido condenados por corrupción pagan sus penas en la cárcel, otro 25% queda en arresto domiciliario y el 50% restante siguen libres. Los datos oficiales también dicen que la mayoría de los llamados “delitos de cuello blanco” se castigan con penas no superiores a 24 meses.
Es evidente que la justicia colombiana ha fallado. Hemos visto cómo quienes más han robado los recursos públicos terminan pagando penas irrisorias con beneficios, cuando por el contrario el peso de la ley debería caerles con mayor fuerza. Es también claro, que no hay una sanción social lo suficientemente categórica contra los corruptos y que seguimos siendo permisivos ante la rampante cultura de la ilegalidad.
En Colombia tenemos la obligación de perseguir los capitales de los corruptos y sancionar a todos quienes hayan tenido negocios ilícitos con estos. Los agravantes de las penas deben duplicarse si el corrupto no devuelve la integridad de los dineros robados. También, se requiere mayor competencia entre proponentes en las licitaciones públicas, para lo cual tenemos el reto de trabajar de la mano con las entidades territoriales que deciden qué requisitos deben cumplir quienes aspiren a ganar una licitación.
Es un deber del nuevo Congreso de la República el endurecimiento de las normas contra los corruptos y la eliminación de cualquier posibilidad de beneficio para reducir la pena. De igual forma, necesitamos lograr el cambio de un enfoque reactivo en el cual castigamos después de que se ha generado el daño, a un modelo preventivo en el cual velemos por aumentar el cumplimiento de las leyes, la transparencia del gasto público y mecanismos que alerten a tiempo los indicios de corrupción.