No sería raro. Tampoco deseable, aunque la tentación de utilizar el discurso anti corrupción como argumento político sea tan rentable. El cómico italiano, desconocido en política hasta 2007, ganó las elecciones en 2013.Su consigna casi única: “Váyanse a la mierda”, dirigida a la corrupción en el gobierno. El discurso “Anti” es atractivo; está de moda y gana elecciones, como hemos visto también en Estados Unidos, pero ¿Se pueden construir instituciones, destruyéndolas?
En Colombia, casi todo está servido para un Grillo. La última encuesta de Gallup, a la que me referí la semana anterior, (VER) revela unas instituciones a punto del colapso. Con un descrédito de Justicia, partidos y congreso superiores al 80%, falta poco para que nuestra crisis política se transforme en una institucional.
La financiación de campañas por empresarios ha ocurrido desde siempre. Pensábamos, aunque poco se diga, que frente a la corrupción del narcotráfico y la violencia era un pecado venial. Pero es diferente financiar la política que reclamar contratos a cambio de ella o pagar coimas para obtenerlos, cosa que tampoco es una novedad: una encuesta mundial realizada entre dirigentes empresariales por una prestigiosa firma mundial de auditoría encontró el año pasado que somos séptimos en el mundo, detrás de Brasil, Ucrania, Nigeria, Tailandia, Kenia y México. El 80% de empresarios colombianos encuestados respondió que son habituales los sobornos para hacer negocios. El monto de ellos (17.3%) había sido establecido por otra encuesta realizada por el Externado. ¿Alguna sorpresa?
La corrupción contemporánea es diferente a lo que históricamente llamamos “Clientelismo”, el término con que Luis Carlos Galán partió cobijas con la política de la época; un intercambio de favores entre electores y candidatos que no necesariamente es sinónimo de corrupción. ¿Será delito que la gente, en comunidades alejadas de los centros de poder, vote por quien gestiona sus necesidades? Comparado ese pragmatismo con fenómenos como el observado en La Guajira, un “modelo” de lo que ocurre en muchas entidades territoriales, se puede añorar y con razón decir que “todo tiempo pasado fue mejor”.
Es un fenómeno que involucra contratistas y funcionarios pero que no tendría lugar sin la indiferencia ciudadana. El problema no es que los gobiernos rindan cuentas; es que la gente no se interesa por ellas. No vigila. Desde el punto de vista político una enfermedad del sistema, la falta de participación, está en la raíz.
Desde un punto de vista económico, si la rentabilidad es tan grande y el castigo tan ínfimo, siempre habrá alguien dispuesto a continuar la “tarea”, como ocurre con las organizaciones de narcos en las que más se demora en caer uno para que aparezcan otros a reemplazarlo. La cosa es peor, si al poco tiempo les observamos millonarios y en la calle o a sus familiares o testaferros en altos cargos. Es complicado edificar, en medio de la influencia del narcotráfico y el deterioro en las instituciones que ha propiciado, la sociedad “virtuosa” que quisiéramos, pero un retorno a la decencia y la reconstrucción de unos parámetros éticos y morales es un objetivo al que no podemos renunciar, cosa diferente, y mucho más compleja, que dar un salto al vacío buscando un “salvador”
El robo de recursos públicos es, en la sociedad contemporánea, el peor enemigo de las instituciones y la democracia Liberal. Impide que el Estado cumpla con uno de sus objetivos, la redistribución del ingreso. Es un atraco a los más necesitados y promueve conflicto y desigualdad. Peor que eso es la pérdida de confianza y credibilidad en las instituciones y la política. En circunstancias como las que afrontamos, luego de los papeles de Panamá, Reficar, los carruseles, Odebretch y lo que falta, debemos esmerarnos en contener la avalancha, pero sin llevarnos “de calle” lo que nos queda de País, después de 50 años de conflicto, convirtiendo en mesías a cualquier Grillo local.
Posdata: Dos herramientas útiles han sido propuestas en medio de una avalancha de saludos a la bandera e inútiles discursos efectistas:1) La muerte jurídica de las empresas corruptas y, 2) Que la Contraloría General asuma el control fiscal en los entes territoriales.