Varios pacientes lectores han objetado la explicación económica del aumento de los cultivos de coca de mi columna de la semana pasada porque, argumentan, la teoría económica no explica por qué el cultivo prospera en Colombia y no en nuestro vecino Ecuador, o en tantos otros países tropicales.
La objeción es valida. La teoría económica no da razón de por qué solo se consolidó en Colombia el negocio promovido por los cuerpos de paz gringos y los veteranos de Vietnam. No hay leyes económicas que demuestren por qué Pablo Escobar o los carteles de Medellín y el Valle surgieron en Colombia y no en ninguno de nuestros vecinos.
Hay muchos factores históricos, sociológicos y demográficos -entre otros- que habría que escudriñar a fondo para entender por qué nos ganamos esa lotería letal. Pero el propósito de mi artículo no era ir a esas profundidades sino algo mucho más simple: partiendo del hecho de que en Colombia ya existe un negocio montado de producción de hoja de coca y de transformación en cocaína, tratar de entender por qué fluctúa esa producción, es decir por qué cae unos años y otros se incrementa.
Para responder esa pregunta si son útiles los principios básicos de la teoría económica -como la ley de la oferta y la demanda. Por supuesto que también hay diferencias entre los economistas: los gringos prefieren invocar la Ley de Say (que la oferta crea su propia demanda) para seguir echándonos la culpa del consumo de drogas en su país y hacer la guerra contra las drogas fuera de su país para que nosotros sigamos poniendo los muertos y ellos se quedan con las ganancias. Pero hay un creciente consenso keynesiano de que mientras haya demanda de estupefacientes seguirá creciendo la oferta.
La otra cuestión relacionada con el aumento del área sembrada de coca que va más allá de los análisis económicos es la situación y las historias de los campesinos que tienen que dedicarse a sembrarla. Y digo que tienen que hacerlo, porque esa decisión no es fruto de la lógica del productor racional de los libros de texto, sino el resultado de la angustia y desesperación de los padres y madres que no tienen como calmar el hambre de sus hijos.
La ONG Dejusticia acaba de publicar el libro “Voces desde el cocal”, donde recoge los testimonios de mujeres campesinas que han tenido que dedicarse al cultivo de la coca. No por gusto, ni por afán de lucro o enormes ganancias sino porque es la única alternativa de subsistencia en territorios donde el Estado no está presente.
Como bien se afirma en el libro, “lo que la cifra de hectáreas cultivadas de coca no muestra es el nivel de pobreza, exclusión y resistencia de quienes habitan en los territorios cocaleros, de aquellos que en el campo cultivan coca y se insertan en los diferentes ciclos de esta economía para paliar la pobreza y sobrevivir a situaciones cotidianas de violencia y opresión.”
Los campesinos cocaleros son más víctimas que delincuentes. Por eso la erradicación forzosa y el glifosato no resuelven el problema, solo lo trasladan a otros territorios, y la única estrategia sostenible y duradera para disminuir los cultivos de coca es la sustitución de esos cultivos por otras alternativas que permitan a los campesinos tener una vida decente.