Colombia adquirió el compromiso jurídico internacional de defensa de los derechos humanos desde el momento en que suscribió la Carta de Naciones Unidas.
Nos cabe el honor y la responsabilidad de tal defensa y el fortalecimiento de una cultura de paz porque somos uno de los países fundadores de Naciones Unidas –hace 73 años–, sin embargo, no hemos cumplido.
En San Francisco, Estados Unidos, el 26 de junio de 1945, suscribimos la Carta de Naciones Unidas, tratado internacional que entró en vigencia el 24 de octubre del mismo año, así nos ubicamos en la órbita jurídica y política de ese órgano supranacional y entramos a hacer parte de una federalización de Estados. No existe un gobierno mundial, pero sí un orden jurídico y político internacional que nos vincula y ata. Esto no puede ser eludido, por el contrario, tenemos que asumirlo y garantizarlo.
En el preámbulo de la Carta de Naciones Unidas se instituye este orden jurídico y político mundial para trabajar por la paz entre los países y el orden interno de cada uno de estos, y condena la guerra como instrumento de la política. La paz se construye –dice– mediante la promoción y garantía de los derechos humanos, es decir que sin la institucionalización y protección real y efectiva de estos derechos no existe ni existirá paz entre naciones ni en las naciones. Así de simple.
Reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, dice la Carta. Igualmente, enfatiza en la necesidad de crear las condiciones para alcanzar justicia, promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad. Proscribe la guerra y la ubica por fuera del derecho.
Este tratado internacional de paz y derechos humanos crea un nuevo derecho para Estados e individuos. Obliga jurídicamente a naciones, personas y Gobiernos a respetar la paz y los derechos humanos. Se fundamenta en un orden jurídico universal y en los derechos humanos, y, al proscribir la guerra, liquida el concepto de “guerra justa”. Solamente son legales las confrontaciones defensivas.
En su Filosofía del Derecho, Arthur Kaufmann manifiesta: “(…) actualmente domina la concepción de que solo una guerra defensiva es permitida y no una guerra de agresión. Un ius ad bellum, en el sentido de la vieja doctrina de la “guerra justa”, no existe por consiguiente más. En el artículo 2º numeral 4 del Estatuto de las Naciones Unidas se determina que guerras solo son permitidas todavía, bien como ejercicio del derecho individual a la autodefensa o como sanción militar del Consejo de Seguridad para el mantenimiento o restablecimiento de la paz y la seguridad internacionales”.
En consecuencia, no existen razones jurídicas ni políticas para las guerras, con excepción de los casos determinados en la Carta. Lo que hay es el compromiso de mantener la paz dentro y fuera de cada república. Condenémoslas, más si son sucias como la operación de exterminio de líderes sociales y defensores de derechos humanos. Es urgente defender a quienes nos defienden como medio de protección y garantía de sus derechos.
La aniquilación de los defensores de los derechos humanos y el deterioro de las garantías reales y eficaces para el disfrute de esos derechos nos hace incumplir obligaciones de la Carta de Naciones Unidas y de otros instrumentos internacionales que tenemos que acatar. Los gobernantes debemos garantizar sus vidas y no desfallecer en esta tarea estatal.