El menosprecio por la legalidad no es un hecho aislado a lo que se constituyó en las filas de la oposición al anterior gobierno como su más férrea bandera y, ahora, puede transigir en algunas posiciones y se convierte en el mejor aliado estratégico.
A casi dos meses del inicio del mandato de Iván Duque, las intervenciones del presidente electo han seguido un hilo conductor coherente con la ideología que representa. En lo que se refiere a la agenda de paz, su primer discurso, como presidente de Colombia, presentó una estrategia semántica que se desprende y se construye a profundidad sobre la palabra legalidad. La legalidad es una expresión repetitiva en todas las intervenciones del Ejecutivo; definida por la Real Academia Española como “cualidad de legal, prescrito por ley y conforme a ella”, Colombia es un país per se legalista.
Y, ¿por qué la legalidad? Como candidato ya se podía vislumbrar que, en la elaboración de los discursos del hoy presidente, la palabra “legalidad” jugaría un rol central en la construcción de un discurso público de fácil acceso y con la capacidad de alcanzar una gran audiencia, teniendo siempre presente la concepción clásica de la derecha, respecto de la defensa y la preservación del orden social establecido. La palabra legalidad que hoy plantea el gobierno nacional es, entonces, ¿el reemplazo de la palabra Posconflicto?
Asociativamente, la palabra legalidad tiene un punto de inflexión como un principio en el cual, al igual que el pacto nacional contra la corrupción, todos tenemos cabida. La legalidad se asocia, entre otros, con la construcción de instituciones más fuertes. Más aún, y a propósito del Plan Nacional de Desarrollo “el Pacto por Colombia” que se escribe en este momento, mayor legalidad debe llevar a las instituciones a trabajar con una lógica ahora sin conflicto armado. En este contexto, por ejemplo, el modelo de economía naranja es una apuesta viable resultado de una nueva agenda emergente que nos dio también la salida negociada del conflicto armado entre el gobierno Santos y las FARC.
La realización de los talleres Construyendo País, realizados para escuchar preocupaciones e ideas de las comunidades, no deberían ser un símil de los pasados Consejos Comunitarios. Ahora que se habla tanto de actuar, estos talleres deberían llevar a cubrir los vacíos históricos del Estado y así impulsar la legalidad sustentada sobre el Estado de Derecho, también citada en el discurso de posesión del presidente. De esta forma, los talleres podrían contribuir a la incertidumbre del Posconflicto, así este concepto tenga un veto en el nuevo gobierno.
Este veto se evidencia, por ejemplo, en el cambio de nombre hecho a la Alta Consejería para el Posconflicto por la Alta Consejería para la Estabilización. Sin ánimo de detenerme sobre esta oficina adscrita a Presidencia de la República y si debe seguir existiendo como una estructura institucional, sí es importante revisar el contexto de este cambio de denominación. Estabilización es una palabra asociada doctrinalmente a las operaciones de las Fuerzas Armadas. En el ciclo de evolución de un proceso de pos-acuerdo, la estabilización vista desde el mito de la seguridad tradicional es solo un ala en las operaciones de paz. En este sentido, el resultado de la estabilización es ¿“el que la hace la paga”? ¿A esto se va a reducir el Posconflicto?
En últimas, la denominación debería ser lo de menos si los cambios profundos, que este país aún reclama y que tomará varias décadas, se reafirman con voluntad política real citada en la carta de navegación, leída el pasado siete de agosto, respecto a la Paz. Hasta ahora, lo único claro es que citar a Nobeles de Paz en un discurso político, como hizo Duque en su intervención en la ONU, debería tener implicaciones más allá de lo mediático. Más aún cuando se habla de personajes como Nelson Mandela, uno de los más grandes humanistas, pacifistas y revolucionarios del mundo.