Por el impacto del atentado a la Escuela General Santander y a la posibilidad incierta de que caiga o logre sostenerse Nicolás Maduro, Colombia vive momentos de altísima tensión.
Desde los años 80 Venezuela ha sido una retaguardia estratégica del ELN, no tolerada pero muy difícil de controlar por parte de los gobiernos democráticos de entonces y, desde 1999, a partir del ascenso del chavismo al poder, el régimen sin duda ha percibido y tratado a la insurgencia oriunda de Colombia como una aliada ideológica y facilitado su accionar en y desde la frontera.
La organización no gubernamental de monitoreo del crimen organizado “Insight Crime” asevera que ha logrado documentar la presencia del Ejército de Liberación Nacional en 12 Estados de Venezuela: Táchira, Zulia, Apure, Trujillo, Anzoátegui, Lara, Falcón, Amazonas, Barinas, Portuguesa, Guarico y Bolívar.
The Economist y otros medios de comunicación internacionales han publicado reiteradamente la información de que el ELN está asociado al Cartel de los Soles “(grupo conformado por miembros corruptos de las Fuerzas Armadas de Venezuela y del Gobierno bolivariano) para establecer rutas de tráfico de drogas en todo el país.” El Tesoro de los Estados Unidos afirma por su parte que Maduro se está beneficiando del tráfico de narcóticos.
El grupo guerrillero está sindicado también de participar en actividades ilícitas relacionadas con el tráfico de ganado, el contrabando de gasolina, el cobro de extorsiones, la distribución de comida a través de los Clap, el reclutamiento de menores, el narcotráfico, los ataques a funcionarios del cuerpo de seguridad y la minería ilegal.
El atentado terrorista que segó la vida de 21 cadetes y dejó heridas a 68 personas más ha sido condenado al unísono y en los más duros términos por la comunidad internacional. Exacerbó además entre los colombianos no solo la indignación ante un hecho execrable, imposible de explicar y mucho menos de justificar, que no fue un acto de guerra, sino un crimen atroz y una estupidez en términos de estrategia política y acentuó la convicción que comparte una proporción creciente cada más amplia de la ciudadanía de que con el ELN resulta imposible negociar.
No ha querido Duque sentarse a la mesa establecida por la administración Santos que había logrado concretar algunos pocos avances en materia de Agenda y una vez posesionado precisó que su gobierno solo continuaría los diálogos si el ELN garantizaba la suspensión absoluta sus actividades criminales y procedía a liberar a todos y cada uno de los secuestrados. El ELN rechazó de manera tajante los condicionamientos del primer mandatario calificándolos de inaceptables y unilaterales.
Pero, previamente, según se supo apenas ahora, Iván Duque había enviado como emisario a Angelino Garzón para establecer contacto con los negociadores, para pedirles con mucho sigilo que no concretaran ningún pacto, a fin de dar al traste aún con la más mínima posibilidad de que Santos pudiera consolidar algún tipo de acuerdo de paz con el grupo guerrillero.
Mala fe que ahora le pasa factura al jefe de Estado y pone en evidencia que tras su sonrisa conciliadora y su talante aparentemente bonachón y democrático se esconde la determinación brutal de su partido y el ánimo guerrerista de su mentor. Ni el uno ni el otro han vacilado en instrumentalizar cualquier hecho por nimio e insustancial que parezca, pero que tenga la virtualidad de entrabar de alguna manera su designio de hacer trizas hasta la más remota perspectiva de negociación, sin importarles un bledo que lo en ella se juegue sea la piel y el destino de las víctimas.
Por su parte el ELN decidió tensionar el conflicto y abandonar el camino de la distensión que se vivió parcialmente durante el cese al fuego histórico y de carácter bilateral que se pactó en Quito y que operó entre el primero de octubre de 2017 y el 12 de enero de 2018 en vísperas de la visita a Colombia del Papa Francisco. Nunca habían sido tan sangrientos como a partir de la fecha en que se sentaron a negociar.
Para aumentar su capacidad de imponer posiciones en la Mesa el ELN alzó la apuesta terrorista. Del ataque a la policía en Barranquilla, pasó a la explosión del carro bomba en la Escuela de Cadetes General Santander. Están ciegos y son sordos y tan aislados se encuentran de la realidad y del entorno que todavía se atreven a mencionar a la sociedad civil que solo expresa rabia e indignación por sus crímenes como protagonista de sus intentos siempre fallidos, a causa de sus propias perplejidades y divisiones internas, de negociar la paz con el Estado colombiano.
La explosión terrorista sin duda favorece a la derecha nacional y fortalece a los partidarios de la guerra, y no solo ha cerrado quizá por el resto del cuatrenio presidencial las puertas a un proceso negociado de paz con el ELN, sino que amenaza también la implementación ya tambaleante de los acuerdos con las FARC.
Las regiones periféricas donde la guerrilla tiene presencia y ha sido fuerte tiemblan y claman para que no se clausure definitivamente la vía del diálogo político.
Y, es claro y que el ELN, con sus cerca de cuatro mil efectivos entre alzados en armas y milicianos, tiene una inmensa capacidad para hacer daño y generar muerte no sólo en áreas remotas del país sino en los centros urbanos a los cuales ha trasladado durante los últimos años su accionar delictivo. Y que, aunque caiga sobre ellos todo el peso represivo del Estado, no van a poder ser derrotados militarmente como no lo han sido desde su creación en 1964.
El medio ambiente, la industria petrolera, la infraestructura energética, la actividad minera y el clima de inversión sufrirán también el impacto de una confrontación que no tiene conclusión posible. En el futuro habrá que negociar. Por ahora el gobierno, que muy pocas ganas tenía de sentarse a conversar con los elenos, se quedó sin espacio de maniobra. Debe respetar los protocolos pactados y no tirar las llaves porque la realidad terminará imponiendo la negociación como única salida posible al conflicto.