La discusión de los asuntos políticos genera desencanto y frustración. En estos meses previos a las elecciones de autoridades locales, los temas que concentran la casi totalidad de la atención de la opinión ciudadana son los relacionados con la mecánica política.
Lo trascendental no son los problemas sociales y la búsqueda de soluciones a través de propuestas políticas innovadoras; sino qué está pensando un determinado Senador o Representante que tiene poder electoral a nivel local.
Las discusiones son sobre si el alcalde o gobernador de turno están dispuestos o no a negociar políticamente con tal o cual grupo para asegurar la continuidad en el poder.
Las elucubraciones son sobre si un expresidente va a convencer a otro expresidente, de presentar candidatos unidos en varias regiones del país. Si un excandidato presidencial va a tener éxito con su gira nacional para recomponer su partido. Si los conservadores van a desaparecer. Si el gobierno del presidente Duque podrá tener incidencia en los resultados de las elecciones de octubre.
Sin embargo, el abordaje de temas cruciales como la inseguridad, el desempleo, la pobreza, la marginalidad, el aumento de la migración, la baja cobertura de servicios públicos, la crisis de la salud y la mala calidad de la educación, por sólo mencionar algunos, es marginal. Parece que estos temas no importan, a pesar de que en teoría son lo fundamental.
En el régimen electoral colombiano, es obligatorio el voto programático, lo que significa la presentación de un programa de gobierno, que es inscrito ante las autoridades, y se presume que sobre su contenido es que votan los ciudadanos, y que cuando se gana, ese programa es la base del Plan de Desarrollo.
Pero la experiencia demuestra que el Programa de Gobierno, casi siempre, se construye a última hora, antes de que se cierren los plazos legales, y normalmente es un texto lleno de lugares comunes, sin buenos análisis de entorno y con muy pocos compromisos reales.
Y es entendible que el programa de gobierno sea visto únicamente como el lleno de un requisito, porque la ciudadanía no exige debates razonados y no vota por las mejores propuestas y los candidatos más idóneos, sino por quienes mejor manipulen la opinión pública y por las alianzas más robustas, que permitan deducir que ellas son las que van a ganar.
Centenares de municipios y gran parte de las ciudades capitales se han jugado su futuro con proyectos políticos que resultaron viables gracias a las maquinarias, pero que han sido rotundos fracasos gubernamentales, dada la mala calidad de los gobernantes y la debilidad en la estructuración programática de su proyecto.
Al final, se ven alcaldes o gobernadores que se quedaron en permanente campaña política, porque no saben cómo enfrentar los retos del gobierno. Otros se han dedicado a llenar las redes sociales con su imagen, como si fueran estrellas de la farándula, pero abandonaron a su suerte proyectos que son vitales para garantizar desarrollo y crecimiento. Otros, llegaron al poder para llenarse las alforjas y garantizar su jubilación, dedicados únicamente a la ejecución de obras de ladrillo y cemento, pero se olvidaron completamente de las carencias de miles de familias atrapadas en la pobreza y la marginalidad.
La nuestra sigue siendo una democracia débil, donde los electores son presa fácil de la manipulación, porque no estudian y prefieren candidatos superficiales pero queridos y agradables, en vez de gobernantes serios y preparados.
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