En los salones y pasillos del Congreso de la República se ven decenas de alcaldes, centenares de funcionarios venidos de otras regiones y muchos gobernadores, esperando ser recibidos por los congresistas, con el fin de que estos les tramiten una cita con algún funcionario de los ministerios, con el fin de adelantar gestiones que permitan que sus proyectos de inversión, financiados o cofinanciados con dineros del presupuesto nacional, tengan el visto bueno y pueda iniciarse su ejecución.
Poderosos congresistas, que hablan duro desde sus curules y que son personajes diarios en los grandes medios de comunicación, tienen en muchas ocasiones que suplicar una cita con un viceministro, un director de departamento o un coordinador de proyectos de un Ministerio para que ellos o los funcionarios territoriales sean atendidos.
El centralismo en Colombia es asfixiante y francamente decepcionante. Mientras la Constitución Política habla de un Estado descentralizado, la realidad deja ver que no se puede mover una hoja en ninguna parte del país, si no se sopla desde Bogotá.
Este nivel de centralización ha sumido en la más profunda indigencia institucional a centenares de municipios y ha castrado la posibilidad de que muchas regiones se puedan desarrollar acordemente, utilizando sus propios recursos.
Hay un gobierno nacional que paraliza cualquier iniciativa territorial, disponiendo, incluso, de los recursos que son propiedad de departamentos y municipios como las Regalías.
Es una situación aberrante, que se agrava por la incapacidad técnica de la estructura burocrática que manda desde Bogotá y no conoce el país.
Ministerios, superintendencias, departamentos administrativos y empresas comerciales, están integradas por una élite de funcionarios públicos, la mayoría ineficientes e incapaces de realizar un trabajo responsable, que están amparados bajo las normas de la carrera administrativa y, por lo tanto, eternos residentes de unos cargos que deberían desaparecer, o por lo menos, ser ocupados por profesionales más comprometidos con el desarrollo del país.
La cruda realidad de un centralismo agobiante hace pensar seriamente en ahondar en el debate sobre la federalización de Colombia, a la cual se han opuesto férreamente los burócratas bogotanos, que con toda clase de teorías han desbaratado las pocas iniciativas que se han presentado relacionadas con impulsar un Estado Federal.
Una de esas teorías es el de la corrupción territorial. Que existe. Pero su dimensión es muchísimo menor que la corrupción que se vive en el Estado Nacional a través de las grandes partidas de inversión y que tiene, así mismo, uno de sus aspectos más visibles en el incumplimiento de las funciones por parte de empleados del gobierno central, que roban tiempo y no atienden a sus responsabilidades, pero sí cobran puntualmente sus salarios.
El Federalismo parece ser la mejor alternativa al fracasado modelo centralista, que durante casi 130 años ha reinado en Colombia, y que permitiría que los actuales departamentos, convertidos en estados federados, pudieran ejecutar sus proyectos de manera autónoma y gestionar su desarrollo sin la interferencia de fuerzas extrañas. Mientras el gobierno federal se dedicaría a la defensa del territorio, a la dirección de la economía, a las relaciones internacionales y a la promoción de la democracia, todo lo cual implicaría un adelgazamiento integral de la burocracia y a la desaparición de gran parte de cargos inútiles.