“Hay motivación política frente al paro”, afirmó en diversos medios de comunicación la Ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, a raíz del paro nacional efectuado este 25 de abril. Sin duda, en esta afirmación, existe un deliberado propósito orientado a desvirtuar la agenda de movilización que centrales obreras, movimiento estudiantil y organizaciones sociales plantearon para esta fecha, y que incluye la oposición al Plan Nacional de Desarrollo, el cumplimiento de lo pactado con el magisterio y las universidades, así como el persistente ataque contra la vida e integridad de líderes sociales en el país.
Desde el inicio del mandato de Iván Duque, hasta la fecha del más reciente paro nacional, el gobierno ha afrontado 98 días de protestas que equivalen, de acuerdo con las cifras de La República, a un 37,5% del total del mandato en curso. A simple vista esta resultaría una elevada cifra sí se considera, adicionalmente, que gran parte de las protestas y movilizaciones efectuadas han tenido un alcance nacional, tal como ocurrió en el caso de los estudiantes, la rama judicial, y la más reciente minga indígena en el Cauca.
No obstante, gran parte de la conflictividad social se encuentra, igualmente, en el manejo errático que el actual gobierno ha dado a las movilizaciones. Diálogos nulos o con bajos niveles de compromisos concretos y con capacidad de atender las demandas sociales, junto a excesos de la fuerza pública y pedidos de mano dura por parte del partido de gobierno, han sido algunos de los elementos que caracterizan la respuesta oficial.
Es claro que las banderas de Venezuela -a través del denominado “cerco diplomático-, y la “mano dura” que llegó con el final del proceso de negociación con el Ejército de Liberación Nacional -una vez producido el ataque a la Escuela General Santander-, llegaron a su límite y la opinión pública es cada vez más consciente de ello. O por lo menos eso sugiere el descenso en la imagen favorable de Iván Duque, que pasó del 55% en febrero al 49% en marzo de acuerdo con la encuesta del Centro Nacional de Consultoría.
Por eso, pretender desvirtuar la protesta bajo un presunto interés político ha resultado no sólo infructuoso, sino también de doble moral. Inútil porque en algunos casos, como ocurrió con el movimiento universitario, este se mantuvo hasta 66 días en protestas, y de doble moral sí se considera que, paradójicamente, para el discurso oficial es un “pueblo valiente” el de Venezuela sí este se encuentra en defensa de la democracia, y en consecuencia es político, pero está mal visto defender principios democráticos y ser sujetos políticos cuando se trata de la frontera hacía acá.
Acusar al movimiento social que agenció el paro nacional de este 25 de abril de tener motivaciones políticas denota, además de todo lo anterior, un gran desconocimiento. En regla, el ejercicio de la ciudadanía en el mundo moderno se hizo político desde el siglo XIX con la expansión industrial que trajo consigo el crecimiento de las organizaciones obreras –trade union-, las mismas que potenciaron los cambios sociales y políticos que se producirían posteriormente a finales de ese siglo y las primeras décadas del XX.
Por eso, la existencia de movimientos sociales es el reflejo de conflictos en el interior de una sociedad, más allá de los aspectos económicos, aunque inicialmente puedan tener esa motivación como punto de partida, y que se expresan mediante mecanismos civilistas a través de diversos repertorios de protesta social, permitiendo hacer visible la acción colectiva en el escenario público.
Las sociedades sólo se paralizan bajo las dictaduras. En democracia, la movilización social es un síntoma de la vitalidad de su sistema. Este vigor se materializa en la acción ciudadana que a través de sus agendas posicionan en el escenario público, no sólo demandas sociales, sino, y quizás fundamentalmente, posiciones sobre lo que consideran debe ser la orientación del poder o resistencias ante este.
Estigmatizar la protesta y la movilización social, bajo la presunción de su carácter político y opositor, puede ocasionar unos efectos no dimensionados. Esta es, a su manera, una forma de estigmatizar a quienes la agencian, en un país en el que ser líder social implica un alto riesgo, particularmente para la vida, y que tan sólo en 2018 le ocasionó la muerte a 155 líderes y 805 agresiones contra defensores de derechos humanos, 43,7% más que en 2017, según el último informe de Somos Defensores.
La calle es el escenario de disputa por los sentidos del bien común en una sociedad. Su ocupación, antes que un aspecto negativo por sus efectos sobre la movilidad de un sector de las ciudades, es la muestra de la diversidad con que cuenta una comunidad política que busca superar la violencia como método para resolver sus diferencias. De esto también tiene que ser consciente el propio movimiento social y, en consecuencia, pugnar por mantener su carácter pacífico y preservar el espacio público.