La convocatoria a una marcha variopinta contra la corrupción por parte de los adalides de un pasado gobierno que tiene en la cárcel a casi la mitad de los integrantes del gabinete ministerial y de los altos cargos del Estado, constituye una expresión de cinismo y desvergüenza imposible de calificar.
Frente a los hechos recientemente denunciados en relación con la violación de los topes electorales, por parte de las dos campañas que llegaron a segunda vuelta en 2010 y 2014, el cúmulo de delitos por los cuales purgan condenas tantos encumbrados personajes, no resiste comparación, con aquellos que se atribuyen a personalidades ligadas al entorno de Juan Manuel Santos.
Eso implica que, como lo está exigiendo el primer mandatario, las investigaciones sobre autores y responsables deban adelantarse en forma tempestiva, para que quienes incurrieron en actuaciones irregulares o de carácter delictivo sean sancionados con la máxima severidad.
Pero el hecho incontrovertible es que hasta ahora ningún ministro o jefe de departamento administrativo o alto funcionario del Ejecutivo Santos, o familiar del Jefe de Estado, ha sido sindicado por ejemplo: de tener vinculaciones con masacres, asesinatos de personas protegidas, paramilitarismo, espionaje de altas cortes y periodistas, tráfico ilegal de estupefacientes, enriquecimiento ilícito, abusos de poder o despojo de campesinos, ni de cohecho por dar u ofrecer dádivas o notarías a congresistas y obtener así sus votos para lograr la reelección.
La alharaca histérica de la oposición en la coyuntura presente lo que busca es tapar el gran logro de la firma de la paz impulsada por Juan Manuel Santos y descarrilar su implementación en un entorno de incertidumbre socio política amplificada a través de las redes sociales.
Por todas partes pululan la rabia y el populismo. Colombia no es la excepción. La desigualdad corroe y estanca las legítimas expectativas de progreso de las grandes mayorías y el retroceso está gravitando con mayor fuerza sobre economías emergentes como la nuestra, a pesar de que las autoridades del sector han defendido bastante bien al país de las consecuencias adversas del derrumbe de los precios de las materias primas y del petróleo.
Eso sí, poco se ha avanzado durante las últimas décadas en el freno a la corrupción, fenómeno complejo que tiene raíces históricas muy antiguas y hondas que involucran no solo a algunos sectores sino a la sociedad en su conjunto y que prorrumpe, contaminando todas las facetas de nuestra actividad diaria.
La corrupción viene de muy atrás, ha florecido en una nación todavía en proceso de construcción, fragmentada en términos geográficos, políticos, culturales, económicos y sociales, con una economía inveteradamente volcada al favorecimiento de las élites que han concentrado y exprimido para sí los beneficios del modelo de desarrollo y convertido el Estado en un botín.
Entre tanto los grupos mayoritarios de la población sobreviven en condiciones de pobreza extrema o de mera subsistencia. Por añadidura los recursos que deberían ser destinados a paliar la pobreza de la gente y a mejorar sus condiciones de vida se han malversado en una guerra que solo ha dejado secuelas de muerte, y destrucción mientras eclosionaban la violencia crónica, el narcotráfico, la insurgencia, el paramilitarismo y el crimen organizado
El primer paso era parar lo guerra. Santos ha conseguido. Lo que sigue es aclimatar la paz y transformar la sociedad, perfeccionando un sistema democrático que a pesar de sus múltiples falencias es nuestro mayor activo. Si permitimos que la intolerancia, el fanatismo y la derecha guerrerista se impongan serán infructuosas las justas demandas de cambio y resultarán irrelevantes todas las medidas punitivas concebibles contra el cáncer de la corrupción.