Un incalculable número de personas ocupó las calles en Colombia a partir del 21 de noviembre de 2019, no obstante la campaña previa que pretendió paralizar la sociedad con allanamientos, como el ejecutado contra la revista Cartel Urbano, y estigmatizando la acción colectiva mediante una narrativa que buscó instalar, por lo menos, cuatro tipo de mensajes: el paro nacional es una amenaza internacional agenciada por el Foro de Sao Paulo, Venezuela, y Rusia, parar es de “vagos” que impiden el trabajo, Nicolás Maduro está detrás de las acciones vandálicas, y Gustavo Petro dirige las manifestaciones.
En los días posteriores al inicio del paro nacional, el mecanismo de contención de la protesta social fue la violencia. Primero, a través de saqueos registrados en algunos establecimientos comerciales en el sur de Bogotá, luego a través de la propagación del pánico con mensajes que alertaban ante posibles asaltos de conjuntos residenciales en la noche del 22 de noviembre, y de manera directa mediante la represión policial del ESMAD que produjo, entre otras víctimas, la muerte de Dylan Cruz tras la agresión que sufrió el 23 de noviembre.
La respuesta a la violencia fue la cacerola. Símbolo de la indignación social, el cacerolazo fue bálsamo contra la vandalización del transporte público y el mecanismo que desató la ampliación de la protesta. Su uso permitió a cualquier persona, desde su casa o lugar cercano, expresar solidaridad y vinculó a la protesta a personas que quizá en otras condiciones no lo harían. El paro nacional no puede reducirse a la expresión de las clases medias, aunque estas sean importantes en la composición social de la acción colectiva que registra el país.
Uno de los aspectos más significativos de la reciente protesta social en Colombia es la capacidad de movilización de los más diversos sectores. A partir del 21 de noviembre, a medida que se redujo las expresiones violentas y estas fueron cada vez más rechazadas por quienes protestaban, la movilización ganó en amplitud, no sólo en capacidad de convocatoria, sino en vinculación de ciudadanía no organizada.
Difícilmente algún partido político o sector podrá adjudicarse el liderazgo de la movilización. Sin embargo, es claro que quien pretenda ganar próximas elecciones y gobernar, tendrá que conectarse en alguna medida con las multitudes que se encuentran en las calles. Ese será uno de los principales retos que tendrán los gobiernos locales y regionales que iniciaron sus mandatos este año.
Bogotá es el mejor ejemplo de lo anterior. El Decreto 448 de 2007, que creó el Sistema Distrital de Participación Ciudadana, tuvo entre sus objetivos establecer mecanismos de diálogo y concertación entre la administración distrital y las organizaciones sociales. A través de las instancias de participación como escenarios de encuentro, se pensó que el sistema permitiría una injerencia ciudadana capaz de forjar una cultura democrática, se constituiría en instrumento de control social y, sobre todo, sería un mecanismo que canalizaría las demandas comunitarias. Es evidente que la ocupación callejera ha mostrado la insuficiencia de este sistema, o por lo menos su tensión, y que es limitado para encausar necesidades ciudadanas para transformarlas en acciones tangibles de la administración pública
Más allá de las diversas demandas ciudadanas y su legitimidad, del descontento que se expresa en un 70% de desaprobación presidencial y un 79% de pesimismo frente a la situación del país, las multitudes que han ocupado las calles expresan una doble condición. De una parte, un descontento ante las condiciones materiales del desarrollo -empleo digno, salud y educación como derechos universales, protección del medio ambiente, tratados comerciales, reforma tributaria-, y un reclamo en defensa de la democracia en su sentido más amplio.
El derecho a la protesta, rechazo a los excesos policiales, cumplimiento de acuerdos sectoriales, implementación del Acuerdo Final suscrito con las FARC en la búsqueda de la paz territorial, y la protección amplia de los derechos humanos en favor de los líderes sociales, reflejan el amparo de unos valores democráticos superiores, y quizá no tangibles exclusivamente, pero importantes para la constitución de un régimen político y una sociedad capaz de tramitar por la vía no violenta sus diferencias.
El país ha variado sustancialmente por efectos de un contexto histórico que, en el mediano plazo, se ubica en la promulgación de la Constitución Política de 1991, y en el más inmediato en la suscripción del acuerdo de paz en 2016. Álvaro Uribe ganó las elecciones en presidenciales en 2002 con la plataforma Primero Colombia, en una época signada por la intensidad del conflicto armado y la crisis de un proceso de paz que terminó de sepultar cualquier respaldo ciudadano hacía la insurgencia. Ese resultado electoral era el reflejo de una sociedad que para 2001 registraba, según Latinobarómetro, el más bajo apoyo a la democracia de los últimos años con un 36%.
La misma Corporación en su encuesta de 2018, arrojó que un 54% de encuestados apoyaba la democracia en Colombia, un poco más del promedio latinoamericano que se ubicó en 48%. Este aumento en el apoyo al régimen democrático no significa, sin embargo, que la ciudadanía se encuentre conforme con el desempeño del mismo. Para ese mismo año, la encuesta arrojó que un 50% de encuestados consideró el país como una “democracia con grandes problemas”, y un 23% una “democracia con pequeños problemas”.
Lo que se ha expresado en las calles no es una amenaza contra la democracia, pero sí un reclamo por su realización. La democracia es un tipo de régimen político constituido por reglas formales e informales. Las primeras acuden a la constitución, legislación e institucionalidad que la soporta, y las segundas al conjunto de condiciones que los actores consideran válidos y reconocen como parte de la contienda política. Uno de los más importantes es la aceptación del opositor como adversario legítimo.
Que la protesta persista con la intensidad y alcance registrada en 2019, nadie puede afirmarlo o negarlo con absoluta certeza. Lo cierto es que persistir en esta defensa de la democracia y su realización, sigue siendo una necesidad imperiosa que los hechos confirman cada día. Un país en el que fueron asesinados 118 líderes sociales en 2019, lo que supone uno(a) cada tres días, no puede permanecer en silencio.