Mientras Asia y Europa después de un riguroso confinamiento, avanzan en la toma de medidas para empezar a superar el colapso global súbito provocado por el Covid 19, el Continente americano enfrenta las secuelas más demoledoras de la pandemia, excepcionalmente graves en Estados Unidos, Brasil y México, países en los cuales unos presidentes muy singulares por su irresponsabilidad y su talante populista, se han obstinado en minimizar las consecuencias letales del virus, privilegiando la defensa de las economías nacionales por encima de la vida de sus conciudadanos.
Pareciera que de la experiencia trágica de las naciones en las cuales el impacto de la pandemia se descargó primero hubiéramos aprendido muy poco.
Veinte estados de Norteamérica registran actualmente incrementos en los contagios. Brasil, en pleno frenesí de la pandemia se acerca peligrosamente a la perspectiva de un golpe militar provocado por Jair Bolsonaro, cuya popularidad se desploma hasta el punto de ver amenazada su posibilidad de mantenerse en el poder, mientras los enterradores alistan cementerios y siguen cavando tumbas a millares.
López Obrador gobernante de México ha resultado ser un surrealista con tintes muy extraños de retórica izquierdista en el discurso, al igual que Trump cuya única preocupación vital es la de reelegirse y Bolsonaro quien a golpes de irracionalidad ultraderechista tambalea sobre la cuerda floja. Los tres se refugian en mundos ficticios de su personal invención, donde la existencia del riesgo se trivializa o se ignora, al igual que lo hacen Ortega y Rosario, mandatarios perennes de Nicaragua, quienes también se empeñan en ignorar el avance del coronavirus, mientras el número de víctimas en sus jurisdicciones nacionales sigue multiplicándose de manera exponencial.
En el resto de la región, con excepción de Uruguay, Paraguay y Costa Rica, que han demostrado un manejo intachable de la crisis, es evidente que la apertura de actividades se está realizando sin tener controlado el virus, frente a la certeza del contagio cotidiano creciente y sin haber efectuado siquiera el número de pruebas indispensable para aproximarse al conocimiento de la situación real. Y, sin estar preparados aún para afrontar la exigencia de atención que va camino de sobrepasar en muy pocos días la capacidad de los sistemas sanitarios y sin que se haya cuajado la preparación de las instalaciones hospitalarias; ya que no han llegado los equipos de cuidados intensivos ni los respiradores mecánicos indispensables para tratar a los infectados críticos.
Presionadas por una realidad económica signada por la pobreza, la desigualdad y la informalidad, y, además, por los gremios que no retroceden un ápice en sus exigencias de reactivación, al abrir las labores productivas a destiempo, América Latina y el Caribe corren el riesgo de caer por el despeñadero, anulando el colosal esfuerzo realizado hasta ahora con las medidas de confinamiento obligatorio que tanto han costado y que han provocado sin duda un frenazo económico dramático, disparado el hambre y dado rienda suelta al desempleo, pero, salvado miles de vidas. Así lo vienen advirtiendo los epidemiólogos alrededor del mundo y la propia Organización Mundial de la Salud.
No hemos superado la amenaza. Todavía nos debatimos ante la perspectiva de sufrir una hecatombe, que, para Colombia, según los cálculos proyectados en la sustentación de la segunda declaratoria de emergencia de Iván Duque, podría materializarse en la cifra escalofriante de cerca de 43.000 fallecimientos.
Por más que los gobiernos se apresuren a levantar las restricciones nada volverá a ser de inmediato ni en mucho tiempo como antes. La destrucción de empleo parece irreversible en el curso de varios años. El aumento de la pobreza, la contracción de la demanda y el retroceso de las clases medias no se esfumarán por virtud de la apertura sin suficientes salvaguardas y el relajamiento apresurado de las medidas de protección en un entorno caracterizado por la necesidad de sobrevivir en medio de la adversidad, las carencias materiales y la indisciplina social.
Por el contrario, no solo podría dispararse a niveles impensables el número de muertes, sino que van a incidir poderosamente sobre la conflictividad social que ya empieza otra vez a manifestarse y que emergía aquí y en todas partes con mucho vigor en calles y plazas antes de la irrupción del coronavirus. Estados Unidos con el estallido de furia colectiva por las injusticias sociales y raciales exacerbadas por la pandemia y proyectadas a escala global es el mejor ejemplo de lo que seguramente en estas y en otras latitudes también va a suceder.
El coronavirus ha desnudado a los ojos de todos y cada uno de los habitantes de la tierra las consecuencias de que el 1% de la población mundial acapare el 82% de la riqueza del planeta. Y ha demostrado, además, que la sociedad globalizada es muy vulnerable, que se puede dislocar y que tiene debilidades sistémicas frente a la ocurrencia de una pandemia. Y que es, no solo posible sino demasiado probable, que una amenaza epidemiológica como esta del Covid 19, que no hemos podido controlar, o que sea mucho peor y ponga en peligro la existencia de la especie humana, pueda presentarse no una sino muchas veces.
Frente a la crisis generalizada nuevos mecanismos están surgiendo como antídotos a la enorme pobreza y a la carencia de empleo que se están diseminando y a la desigualdad imperante que se ha exhibido sin tapujos y que para la masa de ese 82% de gentes pobres resulta intolerable.Es muy probable entonces que se avance definitivamente hacia la renta básica universal, que se vuelva a los impuestos progresivos y directos a la riqueza y a las acciones, que se imponga al fin la tributación financiera internacional y que las preocupaciones sobre el cambio climático y el calentamiento global ocupen el lugar prioritario en la agenda mundial que las circunstancias exigen sin más dilaciones.
RENTA BÁSICA UNIVERSAL ANTÍDOTO A LA DESIGUALDAD.