Definitivamente la afirmación tajante de la primera ministra británica de que el Brexit significaría la salida definitiva del Reino Unido de la Unión Europea y que sería un suceso, se hundió tan estrepitosamente como su propia gestión de gobierno ahora en el vórtice del colapso definitivo.
Frente al agotamiento de los términos previstos en el artículo 50 y al rechazo por el Parlamento en tres oportunidades consecutivas del proyecto de Acuerdo de salida concordado con la UE por Theresa May, todo son dificultades e incertidumbre encaminadas a desembocar en la mayor crisis del Reino Unido desde la Segunda Guerra Mundial.
Con más de dos y medio de millones de votantes arrepentidos de haber dicho sí en un referendo que se ganó apenas por un millón trecientos mil votos, el brexit hoy constituye una pesadilla tanto para quienes optaron por marcharse de la Unión Europea como para quienes quieren permanecer en ella.
Si el análisis de todos los escenarios posibles, siguen indicando que no existe opción mejor para los británicos que permanecer en la Unión Europea, ¿cómo es posible que los eurófobos insistan con tanta furia y determinación en una opción, -la del abandono a la brava de la Comunidad-¿, que, según advertencia del propio Banco de Inglaterra, entre otros males irreparables podría causarles un daño económico superior al de la reciente crisis financiera de 2008 con una reducción del PIB de hasta el 8%, que además reduciría los precios de la vivienda hasta en un 30% y podría disparar la inflación al 6,5%.
Sin un acuerdo, según las previsiones de los estudios efectuados hasta ahora “habría escasez de alimentos y fármacos, fuga de talentos e inversiones, sanidad pública deficiente por falta de personal, huida de talentos, de fondos, de estudiantes y de empleos y certeza de recesión económica por un dilatado período”
La otrora sólida y crucialmente probada democracia inglesa está exhibiendo grietas profundas y resultando inoculada de la misma manera que el resto del planeta por las seis toxinas políticas que están envenenando y determinando el cambio del mundo y que Moisés Naín resume de manera magistral así: antipolítica, partidos débiles, popularización de la mentira, manipulación digital, intervención extranjera furtiva y nacionalismo.
Ha sido propicio para precipitar el desastre el escenario preparado por la desigualdad social profundizada por una globalización que ha creado riquezas inmensas para muy pocos y despedazado sobre todo en Europa las protecciones sociales de los más débiles y su Estado de Bienestar, haciéndoles pagar el crack financiero del 2008.
No se han cumplido en ninguna parte las expectativas de las mayorías. La rabia se propaga a través de las redes y está impulsando los estallidos que amenazan con hacer explotar la Comunidad Europea, abatiéndose sobre la Francia de Macron y la Alemania de Merkel, países que constituyen el eje de la Unión.
Ha resultado fácil para los euroescépticos apropiarse de las banderas de la antipolítica, como lo hizo Trump en los Estados Unidos, en una nación en la cual es abismal el contraste entre la riquísima y potente Londres y las áreas rurales en las cuales la población se siente abandonada por sus políticos desde hace mucho tiempo.
Tories y laboristas han perdido la confianza de sus electorados y el hartazgo de la gente con el sistema político, el malestar por las dificultades económicas, y sobre todo el miedo creado y explotado por los populistas contra la inmigración está pasando factura.
Además, la relación del Reino Unido con el Continente ha sido esquizofrénica por décadas. Fue Winston Churchill el primero en hablar de la necesidad imperiosa de que Europa se uniera como proyecto de paz, después de que casi se suicida en dos guerras. Durante los años cincuenta trató con altivo desdén a la Comunidad en proceso de integración. Al triunfador de la Segunda Guerra, no obstante haber perdido su imperio colonial -el más grande y potente que haya conocido la historia- Europa le parecía pequeña.
Posteriormente a partir de los 60 hizo grandes esfuerzos por ser admitido en ella, estrellándose dos veces con el NO rotundo de Francia. En 1970, después de la dimisión de De Gaulle, inició negociaciones que duraron dos años y medio. Y, en 1974, luego de tensas tratativas en las que buscó obtener excepciones que la Comunidad no le otorgó, protocolizó su entrada a la UE a la que siempre percibió como un mercado común, y no como la Comunidad política en la que está destinada a convertirse.
En 1975 realizó el primer referendo en el cual el 67 % de los votantes ratificaron su decisión de pertenecer a la Unión. No adhirió al Tratado de Schengen, ni adoptó el euro como divisa. Pero, en el fondo los ciudadanos británicos y sus políticos no han dejado de ser euroescépticos. Ahora enfrentan las consecuencias nefastas de tal ambivalencia