Bienvenida jubilosa al Papa Francisco

Opinión Por

Pleno de humanidad, sólido en la doctrina de la Iglesia pero flexible y comprensivo con las personas es el papa Francisco, quien a partir del 6 de septiembre visitará Colombia.

Sabe muy bien que encontrará una nación polarizada, en la cual el ambiente político emponzoñado sugiere que resulta más fácil continuar dándole fuelle a la guerra que consolidar la paz tan trabajosamente perseguida y al fin firmada.

De guerra y de paz sí que sabe el pontífice.  Jorge Mario Bergoglio designado a los 36 años como provincial de los jesuitas en el Cono Sur tuvo que vérselas con la dictadura de los militares durante los 7 horribles años que duró.

Vio caer asesinados en medio de la orgía sangrienta también a sacerdotes, incluso compañeros suyos de comunidad que habían decidido continuar su labor pastoral en las villas miseria, aún a riesgo de su propia vida, en medio de la represión brutal desatada por los generales que después de derrocar el gobierno peronista decidieron “ordenar” el país por la vía del autoritarismo destruyendo toda forma de participación popular mediante el terrorismo de Estado.

Las fuerzas democráticas sindicadas de pertenecer a la izquierda en sus expresiones sociales, políticas, sindicales e intelectuales fueron aniquiladas a través del secuestro, el asesinato, la tortura y la desaparición forzada. Al finalizar la pesadilla se contabilizaban entre 9.000 y 30.000 víctimas y un gran número de exiliados.

Jorge Mario Bergoglio fue testigo también de cómo los dictadores Videla y Massera, en un hito histórico sobre aplicación de la justicia nacional sin precedentes en el mundo, fueron juzgados y condenados en 1985 por tribunales argentinos a la pena de cadena perpetua, mientras que sus congéneres de Uruguay Chile y Brasil, igualmente responsables de crímenes contra la humanidad evadieron sus condenas a través de transacciones negociadas, como ocurrió igualmente en España, Portugal y Sudáfrica.

Sin embargo, aunque no nos percatamos de ello, ante la situación perenne de violencia que ha vivido Colombia palidece en términos numéricos la catástrofe sufrida por las naciones del Sur del Continente. Consecuencia de la llamada Operación Cóndor, que con el trasfondo de la “Guerra Fría” ejecutaron los servicios de seguridad de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay con el respaldo de los Estados Unidos durante las décadas de 1970 y 1980.   

Los Archivos del Terror encontrados en Paraguay documentan al detalle el destino trágico de 50.000 latinoamericanos asesinados, 30.00 desaparecidos y 400.000 encarcelados.

Pero, la guerra sucia en nuestro país ha dejado un número mucho más abultado de víctimas. Según el Informe de Memoria Histórica, entre 1958 y el 2012: “murieron 220.000 colombianos como consecuencia del conflicto armado trabado entre guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y la fuerza armada del Estado”.

No fue una confrontación entre armados sino el acoso implacable con designios de aniquilación y despojo contra compatriotas inermes. Por eso entre las víctimas se cuentan 180.000 civiles. Los desaparecidos son 88.000 y el número de desplazados, según el último informe de ACNUR,  asciende ya a 7.400.000.

Resulta por esto incomprensible nuestra insensibilidad colectiva de cara a la realidad que expresan semejantes cifras que no nos mueven a espanto, conmoción o reacción. Como si este registro infame contabilizara meras abstracciones, frías estadísticas y no la pérdida de vidas y la violación sistemática de todos los derechos humanos de semejante número de conciudadanos.

Paradójicamente, es un hecho evidente que no son los constructores de paz sino los políticos empeñados en envenenar la opinión pública y en consolidar sus objetivos de poder disparando ráfagas cotidianas de odio quienes siguen cosechando partidarios.

No conseguimos avanzar como deberíamos en el propósito de unirnos para garantizar que la violencia cese definitivamente y que una hecatombe humana como la que acabamos de clausurar no vuelva nunca más a ocurrir.  

Nada de lo que aquí acontece le es ajeno al Papa quien siguió con profunda atención desde sus comienzos el proceso de negociación y lo impulsó sin reservas. Fue su sustento en momentos críticos y no vaciló en afianzar la negociación con toda la fuerza de su autoridad indiscutida de conciencia moral de Occidente. Ahora viene en misión pastoral de amor a blindar la paz.

Los colombianos tenemos derecho a una segunda oportunidad. Los jóvenes merecen poder afrontar el futuro, vivir con esperanza y positivismo y disfrutar de la paz que las generaciones de sus padres y abuelos no conocieron.

Por eso, deseamos fervientemente que Francisco nuestro papa latinoamericano tenga éxito y que la voz tan pertinente para la situación colombiana, de Mandela, evocada y difundida por Obama en su trino a través de las redes quede impresa en la conciencia de cada uno de nosotros.

“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que aprender a odiar; y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar; el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”.