La corrupción ha cooptado todas las ramas del poder y en todos sus niveles: por donde se mire, y pidiendo de antemano disculpas a los animalistas por ofender a tan nobles mamíferos comparándolos con burdos criminales, las “ratas” hacen de las suyas. La cultura del dinero fácil aunada a la inoperancia y complicidad del sistema judicial nos han puesto en la senda de convertirnos en una nación inviable.
La Constituyente de 1991 tuvo varias conquistas valiosas pero cometió dos errores absolutamente nefastos que se convirtieron en una de las principales causas de la crisis que actualmente afrontamos: 1) al dar facultades electorales a las altas cortes mezcló la justicia con la política, abriendo el apetito burocrático de los magistrados que ya no encontraron su principal motivación en administrar justicia; y 2) les dio inmunidad a los magistrados al extenderles un fuero penal que, en principio, sólo estaba destinado al Presidente de la República; la investigación de sus conductas delictivas quedó a cargo de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, entidad históricamente conocida por su ineptitud. Así, teniendo vía libre para delinquir con la tranquilidad de que todas las denuncias en su contra dormirían el sueño de los justos, éstos, otrora garantes de la transparencia e institucionalidad, se bajaron de su pedestal para enlodarse en el mismo fango en el que se revolcaban los sujetos a quienes investigaban. Atrás quedaron aquellas épocas en que la justicia inspiraba respeto en la ciudadanía, infundía temor en los delincuentes y en que el país se refería a la Corte Suprema de Justicia como “la Corte de oro”.
El año pasado, mediante un esfuerzo político enorme y contra todo pronóstico, el Congreso logró aprobar una reforma constitucional a la justicia eliminando la Comisión de Acusaciones y creando un “Tribunal de Aforados” qué, con algunos defectos, comenzaría a juzgar efectivamente los crímenes de todos aquellos quienes, prevalidos de su fuero, habían aprovechado para hacer de las suyas. Con esto se pretendió devolverle dignidad a la justicia a través de la sanción efectiva a los corruptos de cuello blanco enquistados en la rama judicial. No obstante, en una decisión bastante polémica y cuestionada, la Corte Constitucional declaró inexequible y tumbó la reforma porque consideró que sustituía la Constitución Política. Es decir, no sólo ratificó que los jueces se aferran a la impunidad y se niegan a reformarse, sino que también cerró la puerta al Congreso para reformar la justicia pues esto sólo podría hacerse por vía de la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, por tratarse de una modificación trascendental a la Constitución al involucrar a toda una rama del poder público.
Si bien es cierto que la convocatoria a una Asamblea Constituyente sería un mecanismo eficaz para restablecer el equilibrio perdido entre las ramas del poder público y subsanar las causas normativas de algunos de los males que corroen al país, tales como el clientelismo y la corrupción, su realización implica varios riesgos que valdría la pena valorar detalladamente antes de tomar una decisión en tal sentido.
Son muchos los sectores que se han pronunciado a favor de una Constituyente y algunos de ellos cuentan con poderosas maquinarias electorales que podrían garantizarles una posición de privilegio si ésta llegase a ser convocada: el uribismo, las Farc, los fundamentalistas religiosos y la derecha e izquierda radicales podrían ser los grandes electores de la Asamblea. Así, la nueva estructura política, administrativa, judicial y los valores democráticos del país, surgirían de una coalición de sectores extremos. Diferente a lo ocurrido en 1991, cuando la corriente mayoritaria en la Constituyente era de orden liberal y progresista, contribuyendo a la modernización del país, el panorama de polarización actual que afronta Colombia nos pondría ante un escenario político completamente regresivo.
Algunos actores políticos han propuesto el convocar a una Asamblea Constituyente pero limitando sus facultades sólo para reformar la justicia. Olvidan que, una vez elegida por el pueblo, la Asamblea tendría facultades omnímodas y, sin importar qué diga la ley que la convoque, ésta podría entrar a revisar y modificar cualquier detalle en la estructura del Estado, llegando incluso hasta los derechos fundamentales. Temas que no son del agrado de muchos sectores tales como la prohibición de la reelección, el acuerdo de paz, el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, los derechos de los homosexuales, entre otros tantos, podrían ser replanteados. Hay razones para temer lo peor.
Ningún cambio constitucional erradicará la corrupción, pero es absolutamente cierto que la justicia debe reformarse y también deben hacerse modificaciones puntuales a las otras ramas del poder público en búsqueda de un equilibrio institucional que permita “reducir la corrupción a sus justas proporciones”, en palabras del célebre e incomprendido Julio Cesar Turbay. No obstante, el convocar a una Constituyente en este momento histórico podría derivar en que el remedio fuese peor que la enfermedad, abriendo la puerta incluso a la reelección indefinida de quien muchos consideran un mesías: Alvaro Uribe Velez. Es conveniente esperar a que se termine la implementación del acuerdo de paz y a que se normalicen los ánimos exacerbados de los diversos sectores políticos antes de pensar en barajar nuevamente toda la estructura del Estado.
“Ser colombiano es un acto de fe”, dijo sabiamente Jorge Luis Borges. Es hora de ponerlo a prueba y esperar que nuestros líderes políticos encuentren la sensatez de la que normalmente carecen antes de llevarnos por el precipicio de la total incertidumbre.