El 13 de agosto de 1999 fue asesinado el gran humorista Jaime Garzón. En un hecho insólito, César Augusto Londoño, presentador de deportes del noticiero CM&, cerró su sección con una contundente declaración: “Hasta aquí los deportes… ¡país de mierda!”. Nunca antes, ni en radio ni en televisión, se había oído una palabra soez por parte de un presentador de noticias aun cuando muchos hechos trágicos habían enlutado nuestra historia reciente. ¿Lo hizo solo por la muerte de su amigo Jaime? No, no lo creo.
Cegado por el fanatismo religioso, el miedo o el caudillismo, el colombiano promedio siempre busca un “líder” para seguir: el más macho, el (la) que grita más duro, el que no se deja de nadie, el que les regala cosas y promete que todo será gratis, o el que siempre se sale con las suyas; populismo exacerbado por doquier. Abundan en estas tierras los gamonales que se encargan de certificar, según su propio interés, las verdades de turno. Las elecciones o los debates nacionales no se dan con base en ideas o programas sino en chismes, injurias, calumnias y en medias verdades. No hay argumento lógico alguno que valga contra una cadena de WhatsApp.
Hace menos de un año logramos concluir un acuerdo de paz que puso fin a 50 años de conflicto armado con las Farc y, sin siquiera implementarse, nos dedicamos a boicotearlo con mentiras tan evidentes como el que se iba a “mariquiar” a todo un país. La Corte Constitucional, con argumentos mediocres, ha desmantelado partes fundamentales de lo acordado y la implementación de los acuerdos no progresa. Mientras el gobierno y el Congreso se echan la culpa entre sí por la lentitud en los avances, la ONU certifica que actualmente solo el 55% de los desmovilizados permanecen en las zonas veredales debido a la falta de confianza de los desmovilizados en el Estado. La paz, apenas en gestación, corre el riesgo de ser abortada.
En Colombia la impunidad reina. Por un lado, casi 200 líderes sociales han sido asesinados a lo largo de 2016 y 2017 y, tan solo este año, el incremento en estos homicidios ha sido del 30% respecto del año anterior. Por otra parte, la Contraloría General de la República nuevamente hace sonar las alarmas por el aberrante robo sistemático al Plan de Alimentación Escolar (PAE): cobrando pechugas de pollo a $40.000 pesos y huevos a $900 pesos, por unidad, se alimenta a los niños beneficiarios de este programa con comida podrida o menús carentes del mínimo balance nutricional. El desfalco al PAE, tan solo el último año, se calcula en 32,8 millones de raciones de alimentos. ¿Cuántas vidas podrían haberse salvado con esos alimentos?
Mientras estas y otras atrocidades ocurren en el país, el Fiscal está dedicado a hacerle campaña política a su líder, Vargas Lleras, atacando el proceso de paz mediante la oposición a la implementación de la Justicia Especial para la Paz (JEP) en el Congreso. En el entretanto, los asesinos de líderes sociales disfrutan de su libertad y los hampones causantes de la agonía y muerte de miles de niños por desnutrición se pavonean por cuanta entidad pública existe, celebrando nuevos contratos para seguir desfalcando al Estado; todos sabemos quiénes son pero ahí siguen, impunes.
Nuestros jueces, encargados de hacer respetar las leyes, están “cartelizados”. En un claro concierto para delinquir orquestado desde la mismísima Corte Suprema, se montó una compraventa de fallos judiciales; la inocencia o la culpabilidad de los imputados no la determinaban las pruebas en su contra o a su favor, sino su capacidad económica para pagar el elevado precio del soborno cobrado por los magistrados. Al mismo tiempo, la reforma política y electoral que se radicó en el Congreso por parte de la Misión Especial Electoral, que pretendía subsanar las fallas de la estructura del poder en Colombia, terminó siendo completamente desfigurada y ahora solo servirá para permitir que los congresistas inconformes en sus partidos políticos puedan hacerse elegir por otro partido sin incurrir en doble militancia; atrás quedaron los urgentes y necesarios cambios al Consejo Nacional Electoral, a la financiación de campañas o la creación de un Tribunal de Aforados, entre otros tantos objetivos que inicialmente se habían planeado.
Todos nuestros problemas ya están diagnosticados, pero, tras esta escueta radiografía, deviene claro que el problema no es nuestra clase política sino que es sistémico; lo malo de Colombia somos los colombianos. Nuestra cultura se basa en que “el vivo vive del bobo”, y construimos todas nuestras relaciones sociales con base en la trampa, el facilismo y los atajos. Nada nos importa con tal de ganar, y exaltamos a los hampones eligiéndolos a los cargos públicos con nuestro voto.
¿Cuántas marchas ciudadanas de indignación contra la corrupción se han visto en los últimos meses? ¿Por qué siempre votamos por los mismos sin importar sus antecedentes criminales o las serias denuncias en su contra? ¿Por qué los criminales de cuello blanco pagan pocos meses de cárcel y después salen a disfrutar de sus fortunas mal habidas? ¿Por qué permitimos que empresas como Odebretch o los empresarios que viven del desfalco a la alimentación escolar puedan seguir contratando? La explicación es sencilla: nuestras leyes e instituciones no son más que el reflejo de nuestra cultura.
En 1999 no te entendí pero hoy, dieciocho años después, te acompaño en tu dolor, César, y, a tu lado, grito con rabia: ¡País de mierda!