La democracia moderna tiene un logos (razón de ser de algo) que la identifica: la democracia representativa. Esta es la forma de gobierno en la que los mandatarios son elegidos mediante procesosdeliberativos en los que debe reinar la transparencia en un ambiente de paz, libertad e igualdad.
La democracia no es solo el gobierno representativo, es algo más: es el poder limitado por los derechos humanos y las reglas de juego sustanciales y formales. Esto es democracia moderna y nuestra república lo es. Por consiguiente, tenemos un Gobierno representativo limitado por esos derechos humanos y reglas de juego en las que debe prevalecer la deliberación pública en un ambiente de pluralismo y tolerancia.
La democracia moderna no puede identificarse como el ‘gobierno de la mayoría’. Le impone a ese número de votantes ciertos límites formales y sustanciales. Uno de estos es que no existe mandato imperativo y el representante no está obligado, en forma ciega, a la decisión de la mayoría que lo elige. Él o ella es un gobernante, no un esclavo del elector. Clave analizar esto.
Tan clave que no puede olvidarse el célebre discurso de Benjamín Constant, pronunciado en el Ateneo de París en 1818, en el que dijo: “El sistema representativo es un descubrimiento de los modernos y veréis, señores, que el estado de la especie humana en la antigüedad no permitía establecer allí una constitución de esta naturaleza”.
No es la democracia moderna el gobierno directo de una masa que en forma directa decide. Por lo cual,las consultas, los plebiscitos y los referendos no son la forma esencial de tal democracia y tienen que respetar las reglas de juego.
Menos olvidarse del origen de la representativa, que bien lo enseña Norberto Bobbio: “El cambio de la democracia directa a la representativa se debió a una cuestión de facto: la modificación del juicio sobre la forma de gobierno implica una asunto de principio. La mutación histórica consistió en el paso de la ciudad–Estado a los grandes estados territoriales”. Es sencillo, la democracia directa es imposible hoy.
Una consulta, un plebiscito o un referendo puede arrojar decisiones que violen derechos humanos. Ocurre, no es extraño; sin embargo, existen controles parlamentarios y jurisdiccionales en el ordenamiento institucional de las democracias para invalidar esas decisiones; independiente de que hayan sido votadas por la mayoría.
Por ningún motivo pueden desconocerse derechos humanos ni hacer nulo su ejercicio. El mismo Bobbio, en una conferencia dictada en Bogotá en 1987, lo enseña: “(…) 5) tanto para las elecciones como para las decisiones colectivas, debe valer la regla de la mayoría numérica, en el sentido de que se considere electa o se considere válida la decisión que obtenga el mayor número de votos; 6) ninguna decisión tomada por mayoría debe limitar los derechos de la minoría; particularmente el derecho de convertirse a su vez en mayoría en igualdad de condiciones”.
Si una mayoría no está facultada para desconocer las reglas de juego en una democracia representativa, menos lo puede hacer una minoría.
En este sentido, debe examinarse el resultado de la consulta anticorrupción y la votación por cada respuesta a las 7 preguntas. No se alcanzó el umbral mínimo que vincule al sistema representativo, por lo que los promotores de la consulta tienen que tomar en cuenta esa realidad. La otra realidad es que a los poderes públicos les asiste la obligación de discutiren el marco del Estado de Derecho. En consecuencia, no se tiene porque adoptar la consulta al pie de la letra, se debe deliberar.