Lo que uno esperaría, luego de observar a casi cinco millones de colombianos viendo y escuchando directamente al Papa Francisco en plazas, avenidas, calles y aeropuertos, es que sus enseñanzas sobre la paz, la reconciliación, el amor, la renovación, el perdón, la misericordia y la caridad se pongan en práctica.
Lo que menos debería ocurrir, es que sus palabras hubiesen caído en terreno infértil, y que los colombianos siguiéramos ansiando la guerra, promoviendo la confrontación, sembrando cizaña, cosechando odios y mantenido un estatus quo basado en la violencia, la corrupción, la inequidad, la pobreza, la miseria y la exclusión.
El Papa Francisco llegó a Colombia para pronunciar poderosos discursos con una gran carga política en favor de la paz y la reconciliación. No vino al país a hablar en clave. Sus pronunciamientos fueron directos y contundentes.
No se reunió con los poderosos. Quiso estar cerca de las víctimas y ellas pudieron expresarle su dolor y sus esperanzas. Escuchó los terribles episodios de la violencia que ha vivido el país. También oyó claro y fuerte, el mensaje de paz y de perdón expresado por las víctimas, el mismo que han decidido ignorar amplios sectores del país, que esperan, increíblemente, seguir escuchando el silbido de las balas, el estallido de las bombas y el dolor de la muerte, para causar más miedo y que alguien tenga, en consecuencia, más opciones políticas de ganar las elecciones presidenciales.
El Papa Francisco construyó un discurso especialmente dirigido a los jóvenes, adolescentes y niños. Tiene claro que entre ellos hay una gran oportunidad de construir mejores seres humanos, más propensos para el cambio, más dispuestos a construir una nueva realidad y servir, como una especie de anclajes morales, para construir una paz permanente.