Mientras, teatralmente, se firmaba por segunda vez el mismo acuerdo de espaldas a las víctimas de las Farc, no pude dejar de pensar en esas más de setecientas madres que, en ese mismo instante, estaban sumidas en la desesperación de no saber dónde ni en qué condiciones estaban sus hijos, sus seres más queridos, secuestrados infamemente por las Farc. Pensé que, en ese momento, en contraste, esas madres se veían sometidas a la revictimización de ver a los responsables del secuestro de sus hijos siendo tratados como jefes de Estado, mientras a ellas se les negaba su dolorosa realidad.
Pensé también en esas otras cientos de miles de madres, como mi madre, que han perdido a sus hijos, asesinados por las Farc, y que, diariamente, se ven enfrentadas al dolor de ver a sus victimarios sonreír, mientras su reparación y su reconocimiento como víctimas, en mayoría de los casos, no llegan.
Y, en contraste con la alegría cotidiana de mis hijas, de 12 y 14 años, no pude apartar de mi mente a esas miles de madres a las que las Farc les arrebataron sus hijos de escasos 9, 12 ó 13 años, mientras muy pocos exigen el retorno inmediato de estos, a su lado.
En contraste con la buena atención médica que recibo normalmente, pensé en las miles de madres que se han visto en la angustia de hacer filas en los hospitales con sus hijos desangrándose por las minas sembradas por las Farc y en aquellas que reúnen monedas para poder llevar al centro hospitalario más cercano a sus hijos que agonizan por desnutrición, pues perdieron la posibilidad de sustento para ellos, a causa de la miseria y desolación en que las Farc dejaron tantos territorios.
Tampoco pude alejar de mi mente a aquellas madres, que, desesperadas, han tenido que dejarlo todo y huir de sus pueblos para salvar a sus hijos de la mano asesina de las Farc. O a las tantas madres que no han podido serlo, porque ese grupo las obligó a abortar.
En contraste con la comedia en el Teatro Colón, estaba la tragedia de todas esas madres. Y todo ello, justamente, en la semana de la no violencia contra la mujer.
De los más de 58.000 miembros de la Federación Colombiana de Víctimas de las Farc, que, a la vez, representamos a muchísimas más víctimas, más de la mitad somos mujeres: madres, abuelas, hermanas, viudas, que vemos con indignación cómo los máximos perpetradores de estos horrores niegan, en este proceso esquizofrénico, ser los responsables de ese dolor.
No nos cansaremos de señalar estos contrastes, porque los pacifismos que niegan la verdad jamás construirán país, ni verdadera paz. Nos duele ver cómo puede haber “pacifistas” que, llenos de rencor, estén desestimando el dolor de esas madres, mientras aplauden el valor de las Madres de la Candelaria, en Medellín, o de las Abuelas de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires. Vale recordar que a todas estas madres víctimas aplica la frase del cantautor español Ismael Serrano, quien canta: “Madre, tu hijo no ha desaparecido. Lo encuentro andando contigo. Lo veo en tus ojos, lo oigo en tu boca, y en cada gesto tuyo”.
En esta etapa del proceso, me preocupan altamente la estigmatización que se está haciendo de quienes, ante todo, defendemos la vida, y la descalificación que sufrimos quienes luchamos por que esas madres, por que todas las mujeres víctimas, seamos escuchadas. Los que, con mala intención, frivolizan nuestras reclamaciones tienen que saber que ellas nacen del amor y no del odio, y de la solidaridad y no del resentimiento.