En Singapur mucho ruido y pocos resultados

Opinión Por

Mientras el balón rueda en Rusia y el planeta entero sucumbe al hechizo del futbol el resultado de la Cumbre de Singapur entre Donald Trump, y Kim Yong-um, casi pasó desapercibido. Salió un documento gaseoso plasmado de buenas intenciones que no establece compromisos, sobre cómo cuándo y de qué manera concreta Pyongyang procederá a poner en marcha sus aparentes promesas de desnuclearización de la península coreana.

Los dos gobernantes tienen la necesidad apremiante de obtener éxitos de cara a la galería de sus fanáticos internos y teóricamente se comprometieron a:

Establecer una nueva relación de paz y prosperidad, unir esfuerzos para construir un régimen   de paz estable y duradero, trabajar en la completa desnuclearización de la península coreana y recuperar los restos de prisioneros de guerra desaparecidos en combate.

Quizá éste  último  sea el único  compromiso con valor agregado de gran gesto humanitario que  al final los norcoreanos decidirán cumplir, sin poner en riesgo su condición actual de potencia atómica construida pacientemente a lo largo de décadas sobre la piel y  la  sangre de sus propios ciudadanos, que han tenido que sufrir hambrunas y penalidades indescriptibles para que el Estado pueda sacar pecho en el selecto club de las pocas  naciones que tienen la bomba y enseñarle los dientes a sus adversarios políticos con EEUU a la cabeza.

Presionada sobre todo por el castigo económico que de mala gana y solo a última hora accedió Pekín a propinarle a su aliado y por el aislamiento financiero determinado por los Estados Unidos y la Unión Europea a través de cada vez más fuertes sanciones, Pyongyang retorna a los cauces de la diplomacia.  Pero solo después de haberle hecho saber al mundo vía disparos de misil cada vez más potentes pertrechados con cabezas atómicas, que Corea del Norte es una potencia militar y que puede amenazar con desatar una confrontación nuclear. El líder norcoreano consiguió lo que sus antecesores no pudieron lograr: sentarse cara a cara con el presidente de la primera potencia global y volver a prorrogar quizá de manera indefinida la exigencia de Occidente de desmantelar sus reactores.

La historia viene de muy atrás. Corea al igual que Alemania fue dividida por las potencias vencedoras que fijaron la frontera en el Paralelo 38.  En 1950, Kim Il sung, respaldado por China y la Unión Soviética atacó a Corea del Sur que recibió el apoyo de los Estados Unidos y de una coalición encabezada por la ONU.

Pero, desde antes de la creación de la República Popular de Corea proclamada por Kim Il Sung en 1953, los líderes comunistas habían concluido, ante la amenaza persistente de los Estados Unidos, en un clima plagado de tensiones, sin concluir jamás formalmente la guerra librada con Corea del Sur y en el contexto candente de la Guerra Fría, que su perspectiva para subsistir como nación estaba indisolublemente atada a la necesidad de desarrollar la bomba.

Los norcoreanos no se inventaron la amenaza. Durante la confrontación, que se saldó con más de 3 millones de víctimas y ningún vencedor, el comandante supremo de la coalición occidental empeñada en la lucha, general Douglas MacArthur, llegó a proponerle al gobierno americano descargar la bomba sobre Norcorea, tal como lo había hecho en Hiroshima y Nagasaki para poner punto final a la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico.

Fue desde entonces evidente para los dirigentes comunistas que si su pequeña y recién creada nación iba a sobrevivir necesitaba desarrollar la bomba atómica. La URSS se hizo rogar y no accedió inicialmente a las demandas de ayuda de Corea del Norte, pero después de varias negativas suscribió con ella un tratado de amistad y apoyo que subsiste hasta hoy y terminó capacitando a sus científicos y obsequiándole el primer reactor al gobierno de Kim Il-sung,

Kim Il-sung, padre de Kim Jong-il, progenitor a su vez de Kim Yong Um, los 3 gobernantes totalitarios de la dinastía que han accedido al poder de manera sucesiva desde 1953, se las han arreglado perfectamente tanto para adelantar sus planes de desarrollo nuclear como para incumplir sistemáticamente mediante engaños, subterfugios diplomáticos o abiertos desafíos las promesas empeñadas ante el Congreso y los 8 presidentes norteamericanos que se sucedieron en el entretanto. Y quienes, como sigue ocurriendo, con republicanos y demócratas, en el ánimo de borrar cuando ganan las elecciones todo lo hecho por sus respectivos predecesores le abrieron paso y dejaron espacio libre a las pretensiones de desarrollo nuclear autónomo de Corea del Norte.

En 1980 Pyongyang ya poseía todos elementos para construir armas atómicas. Pese a los compromisos suscritos y a haberse adherido en 1985 al Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, tal vez con el estratégico propósito de sufrir menos obstrucciones por parte de la comunidad internacional, no frenaron, como lo habían prometido la producción de plutonio. Por el contrario, aplicaron el máximo esfuerzo entre bambalinas a montar reactores con tecnología propia y a centuplicar el número de centrifugadoras. Con disciplina y decisión inquebrantables rayanas en la obsesión y ante la mirada distraída de sus adversarios occidentales empeñaron el máximo de sus esfuerzos para convertirse en la potencia nuclear que son ahora y que para ellos continúa representando la única garantía de su propia supervivencia y soberanía.

No les falta razón. Poco o nada valen o constituyen un peligro letal las promesas de los Estados Unidos, a la luz lo ocurrido con el abandono del Tratado firmado con Irán, y la suerte corrida por Sadam y Gadafi

Cuando recién posesionado del cargo Bill Clinton, los Estados Unidos advirtieron que el programa nuclear de Norcorea iba en serio y entrañaba grandes riesgos, elevaron el tono de las advertencias y se aprestaron para intervenir militarmente, pero llegaron a la conclusión de que con 20 millones de habitantes en los alrededores de las instalaciones atómicas, era impensable atacar. Mucho menos ahora cuando Norcorea tiene capacidad para responder y desencadenar una hecatombe.