No cabe duda, el 11 de marzo Colombia se expresó en unas elecciones muy tranquilas. El régimen electoral funciona en muchos aspectos y progresivamente en cada jornada eleccionaria con mayor madurez y eficacia y ya los réditos de la paz empiezan a destacarse. Sobre todo, en las vastas regiones donde gracias al acuerdo de paz ha cesado la guerra.
En primera instancia los comicios parlamentarios consiguieron superar la violencia explosiva que circula por las redes sociales y que tuvo estallidos muy peligrosos en la calle durante la campaña.
Con todas sus limitaciones, y pese a las notables falencias del sistema electoral, el país ratificó el hecho incuestionable de que nuestra democracia, aún, tiene suficiente fortaleza institucional para sustentar la legitimidad de sus propias instituciones. A pesar de la polarización encarnizada y no obstante el nivel elevadísimo de desprestigio a que han llegado los Partidos, el Congreso, el Poder Judicial y el propio gobierno, en mínimos de aceptación popular durante la actual coyuntura.
Es relevante subrayar que, en la consulta la participación ciudadana aumentó y que, en las zonas evacuadas por las FARC, debutantes en condición de movimiento político, con una magra cosecha de votos, como era de esperarse, por primera vez en más de 50 años, los moradores que se encontraban bajo su dominio pudieron expresarse sin amenazas ni cortapisas.
Pero tampoco se puede desconocer o minimizar la realidad. Con excepción de los candidatos del “ñoño” y de uno que otro aspirante protuberantemente conectados a la ilegalidad que se ahogaron, el resto de los implicados en hechos de corrupción lograron reelegirse en cuerpo ajeno. Las estructuras de poder regionales que posibilitan la apropiación por parte de contratistas, políticos y funcionarios, de las regalías y de los demás recursos destinados a la salud, la educación, la alimentación de los niños más vulnerables y las obras públicas, no han sido desmanteladas.
Se volvieron a gastar sumas exorbitantes en las campañas. Y la compra de votos y la corrupción al elector develadas por la Fiscalía en casos tan aberrantes como el de la senadora electa Aída Merlano, seguramente no son la excepción sino más bien la regla en varias regiones del país.
Muy reducido es el número de los parlamentarios que consiguen acceder a sus curules mediante procesos transparentes y apegados a la normatividad, ya que el voto de opinión sigue teniendo mucho menor peso en el resultado de las elecciones que el manejo de una maquinaria bien aceitada.
Resulta evidente sí que habrá mayor control político al próximo ejecutivo porque los verdes y la lista de la decencia lograron elegir un número significativo de parlamentarios, pero a grandes rasgos, la composición política del legislativo no varió de manera sustancial.
Aquí como alrededor del mundo y en el resto del continente, se avizora un marcado avance de la derecha. En las consultas, cara a cara, esta tendencia duplicó la votación de la izquierda.
Sin embargo, los partidarios del sí en el plebiscito, aunque fragmentados en partidos y movimientos diversos, mantienen una ligera ventaja sobre los seguidores del no.
El miedo al “castrochavismo” y el odio a la guerrilla insuflados exitosamente por el Centro Democrático en las mentes y en los corazones de los electores durante las últimas décadas, volvieron a ser las emociones negativas determinantes del voto.
Pese a las vehementes advertencias y a la extraordinaria movilización humana que impulsó el Papa Francisco a favor de la reconciliación, hay que admitir que nos estamos dejando robar la esperanza y que la paz recién nacida corre el riesgo de ser aniquilada en la cuna.
A menos que los abanderados del centro-izquierda, deponiendo egos y mesurando la dimensión de sus ambiciones, logren abrirle camino a una coalición que de no materializarse, conducirá a la derrota en toda la línea y posiblemente en primera vuelta, de las perspectivas de paz, porvenir y desarrollo con equidad, que anhelamos todos los colombianos.
En el devenir inmediato el desafío nacional es salvar la opción de paz. Y fracasaremos en este empeño crucial si persistimos en satanizar a los candidatos estableciendo entre ellos barreras insalvables. Es hora de que todos apostemos por la tolerancia, la flexibilidad y el pragmatismo. No existe un aspirante ideal. Ninguno individualmente tiene el monopolio de la verdad, la justicia ni la transparencia, ni puede ni remotamente aspirar a la posibilidad de ganar las elecciones sin el respaldo de los otros. Petro no es Maduro ni Vargas Lleras es Uribe. La decencia no es patrimonio exclusivo de Fajardo, De la Calle o Mockus.
Si los portaestandartes del centro y de la izquierda, como sí lo hizo muy oportunamente la derecha, no logran acercarse e identificar sus visiones compartidas de país y solidificar su accionar político en torno al objetivo de defender y aclimatar la paz marchamos inexorablemente y con los ojos bien abiertos hacia el abismo del no futuro.