El concepto de ciudadanía no estaría completo si además de observar los derechos que conlleva el hecho de ser ciudadano, no se observaran las obligaciones que este mismo concepto genera. La primera obligación del ciudadano es la observación y el respeto de por los derechos civiles, políticos y sociales de todos los demás ciudadanos, además de la contribución solidaria de respaldo, protección y apoyo de todos los ciudadanos para alcanzar la garantía de los derechos sociales de la totalidad de los ciudadanos. Es por esto que cuando se habla de ciudadanía “, se está refiriendo a un proceso y por tanto a una dinámica social, en sentido histórico de cambio y de movimiento” (Aguilar y Caballero. 1998. Campos de juego de la ciudadanía. Revista el viejo topo. Junio, P. 17).
Se trata de no considerar el poder como una forma de dominación masiva y homogénea de un individuo sobre otros, sino de tener presente que el poder “no es algo dividido entre los que poseen, los que lo detentan exclusivamente y los que no lo tienen y lo soportan” (Foucault, 1976, p. 10). Bajo esta perspectiva el poder tiene – desde la dinámica de la construcción de ciudadanía- que responsabilizar al individuo. Lo hace garante de sus acciones en términos sociales, le permite construir espacios sociales que le permiten recuperar su nivel de implicación e influencia dentro del devenir social de su comunidad. A esto Foucault lo llama “estrategias de resistencia” (Ibid, P. 11), entonces se entiende que, la ciudadanía reúne derechos, obligaciones e interrelaciones sociales como su motor y dinamizador, y aquí es donde entra el concepto de “poder”, este funciona como garante de los derechos y obligaciones derivados a los ciudadanos en el marco de su protección, reconocimiento, apoyo y estímulo. De esta manera, se obtendría óptica más completa del término de ciudadanía, en donde se podría afirmar que es el conjunto de derechos fundamentales y de obligaciones construidas a través de las interrelaciones de la sociedad civil, en procura del bienestar general, con la garantía de un estado que ejecute, promueva, y proteja dichos derechos y obligaciones, siempre teniendo presente el concepto de solidaridad y participación como deber inherente de los ciudadanos.
En los estado democráticos actuales el estado es quien ejerce el poder, bajo el concepto de soberanía (Aguilar, 1992, P.27), pero se ve cada vez más presente en las sociedad actuales que esta “soberanía” se globaliza en instituciones conformadas por unos estados que ceden la competencia para decidir, proteger y garantizar determinados derechos y obligaciones de sus ciudadanos, a organizaciones transnacionales y a un concepto transnacional de acuerdos y así los ciudadanos nacionales pasan a ser ciudadanos del mundo. Pero es pertinente observar que, así como aparecen fenómenos mundiales de concesión del poder del estado, estas no siempre son legales (grupos al margen de la ley, organizaciones ilegales, o “paraestados”). Estas organizaciones derogan las competencias del estado en temas relacionados con el orden, la justicia, las relaciones sociales, la seguridad, las formas de convivencia, la regulación de las relaciones económicas y la participación comunitaria, entre otros, dada la ineficacia del estado en el cumplimiento de sus deberes y la falta de garantía real de los derechos de sus ciudadanos.
La relación entre los individuos y estos nuevos “paraestados”, hace replantear una vez más el concepto de ciudadanía, esta “ciudadanía alternativa” (Campuzano, 2002, P. 269), la cual, en su concepto no varía del concepto de ciudadanía dentro de un estado legalmente construido y democrático, pero si varía en el contenido de los derechos y obligaciones del individuo, en la jerarquización de los mismos y en el poder (el cual ya no es ejercido por el estado, sino por el “paraestado”), este poder ya no está sustentado por la ley y las instituciones, sino por la coerción, la fuerza, la intimidación, el miedo y por la violación de los derechos fundamentales de los individuos. Tomando en cuenta lo expresado por Pasquino, quien afirma que “la ciudadanía no puede imponerse a la fuerza” (Pasquino, 2001, P. 62), basado en este puede afirmarse que debido a que la ilegitimidad y la ilegalidad se constituyen en la fuerza en si de un “paraestado”, la ciudadanía no puede ser incluyente ni mucho menos participativa, ya que los espacios de participación son destruidos vía la fuerza y el miedo con que los “paraestados” hacen el ejercicio del poder.
El ciudadano es la pieza clave para la destrucción de esta fuerza que atrapa e inhabilita el ejercicio de las libertades individuales y ciudadanas, uy es la protesta social y la construcción de espacios alternativos de participación la clave para liberar al ciudadano del yogo del miedo, la amenaza y la indiferencia.