Para nadie es un secreto que la crisis de la democracia representativa que se afianza en occidente después de la década de los 70 del siglo pasado, trajo consigo un sinnúmero de desafíos para comprender las formas en las que se organizan los diferentes sectores sociales para la aspiración, ejercicio y resistencia al poder político al interior de las crecientemente heterogéneas sociedades.
Lo anterior parece especialmente sintomático en las sociedades del sur global, en las cuales se produjo una extraña coexistencia de ciertas prácticas y estructura sociales que poco o nada facilitaban el desarrollo de un clima político, económico y cultural genuinamente democrático, en América Latina y en concreto en Colombia, parece que la crisis de la democracia llegara sin que hayamos experimentado las bondades de la misma. Esto nos obliga a pensar no solo la reinvención de la democracia a la luz de nuevas formas de estructuración del poder y la organización social, sino que además nos obliga a pensar aquello que es en muchos casos lo elemental, me refiero al pueblo como sujeto político libre, actuante y deliberante.
En ese orden de ideas, a la hora de definir algunos síntomas de la crisis de la democracia representativa encontramos tesis que hablan del surgimiento de movimientos sociales, como escenario social privilegiado para la acción colectiva, o más aún, se habla de la crisis de los partidos políticos y en general la crisis del análisis de la ideología como marco de sentido valido para comprender la dinámica política al interior de los ya bastante fragmentados Estados Nación. Sin embargo, muchos han sido los intentos de los partidos políticos, por lo menos en Colombia, para adecuar su estructura y discurso a una sociedad que ya no acepta ser etiquetada simplemente por banderas o colores, sino que asume la defensa de programas mucho más concretos y articulados a sus propias realidades; así tenemos que buena parte de los partidos políticos tienen al interior de su estructura grupos organizados de mujeres, de jóvenes, de comunidades religiosas, LGBT e incluso deportistas, los cuales nutren la actividad del mismo a partir de un examen concreto de sus necesidades diferenciadas y a partir de ahí se comprometen con los procesos de apoyo electoral.
Sin embargo, frente a lo cual no parece haber una respuesta clara aún por parte de los partidos políticos es al problema de la crisis de la ideología, lo anterior no puede entenderse como una re-edición de la célebre máxima de Fukuyama del “fin de la historia”, por el contrario, se trata del reconocimiento de que los partidos políticos parecieren no organizarse a partir de una visión total de sociedad, Estado y política, sino por el contrario de circunstanciales alianzas electorales. En un escenario como el anterior, está claro que la disputa entre derecha e izquierda pierde mucho sentido, ya que el campo mismo de disputa estaría negando de entrada dicho vector al interior del ajedrez político nacional.
Esto trae consigo, sin lugar a dudas, muchísimos problemas a la hora de definir estrategias de acción a largo plazo y procesos colectivos de transformación con vocación de permanencia, al mismo tiempo que dignifica a aquellos candidatos que no sucumben ante dicha tentación de desideologizar el discurso y que si asumen de forma clara una tesis, una visión de sociedad, un proyecto de país concreto y material, lastimosamente aún hay muchos candidatos presidenciales que siguen apuntándole a la siempre fácil polarización, al etiquetamiento del adversario o la cómoda postura de aquel que se niega a asumir postura.