Muchos confunden la independencia de las ramas del poder, y en particular la de la rama jurisdiccional; con la práctica de los odios y amores generados por las ideologías y la polarización.
El hecho de que las altas cortes conserven su independencia y se pronuncien en derecho, no significa que, como creen los radicales del país, estas estén aliadas con el señor Santrich, o sean comunistas.
La rama jurisdiccional tiene la obligación de producir sus sentencias de manera imparcial y para todos los colombianos, sin distingo alguno de ideología política, credo, raza o condición social.
Lo característico de una democracia es la independencia de las tres ramas del poder y el respeto que se deben entre sí.
No es conveniente poner en tela de juicio las decisiones de la rama jurisdiccional, solo por el hecho de que no estuvieron acorde a los deseos de algún sector de la opinión pública.
Si bien el caso Santrich ha generado odios y amores, esto no tiene nada que ver con el derecho, y es un exabrupto decir que, por el hecho de que la Corte Suprema de Justicia profirió su fallo en derecho a favor de este colombiano, la institucionalidad está en peligro. Todo lo contrario, esto demuestra la confiabilidad de esta rama del poder público, que no se contagia de los odios viscerales, y que con seguridad se pronunciaría de igual forma si el personaje fuera otro, y perteneciera a una ideología de centro o de derecha.
A los colombianos nos falta mucho que aprender de los peruanos, quienes se encontraban en la misma situación nuestra, en la que algunos personajes de la clase política infundían miedo con sus amenazas, eran los dueños del país, y se aprovechaban de una corrupción galopante.
Cuando los peruanos sin distingos sociales ni político decidieron defender la democracia y dejar de actuar visceralmente, pensando solo en el bien de todos, y en defender la institucionalidad democrática, cinco expresidentes fueron a la cárcel, y ninguno de los corruptos tuvo escondite seguro, pues todos fueron llevados a los estrados judiciales. Esto es lo que falta en Colombia, para volver a tener la objetividad necesaria y enfocarnos en lo fundamental que el país necesita, que es combatir la corrupción, poner a los políticos que delinquen en el lugar que les corresponde y devolver el resplandor al país, para tener la equidad social y el fortalecimiento institucional que requerimos.
La justicia colombiana no puede polarizarse como los políticos pretenden.
No tiene sentido que se firme un proceso de paz, y que no se les permita a los reinsertados gozar de los beneficios que la democracia concede a todos y cada uno de los colombianos, pues ellos también lo son, aunque no les guste a muchos; lo afirmo, consciente de que algunos puedan malinterpretar lo que aquí escribo.
Las garantías procesales son universales y no se hicieron solo para los de derecha, o para los de izquierda, o para los de centro, sino para todos sin distingo alguno.
Debemos comenzar por aceptar esta realidad que es de sentido común si es que queremos reconciliarnos como país, y esto no significa impunidad, o que tengamos que llamar a otro país para que ejerza justicia por nosotros, pues Colombia tiene instituciones calificadas con las condiciones necesarias para hacerlo.
Peligroso es, lo que se lee en las noticias de prensa, en donde se dice que algunos comienzan a recoger firmas para acabar con la democracia, pues pretenden cerrar el Congreso y desaparecer la rama jurisdiccional, porque estas dos ramas del poder público no actúan como al parecer le gustaría a la rama ejecutiva, o a un grupo político específico.
Esto sería entrar a una dictadura igual a la del señor Maduro en Venezuela, solo esa es populista de izquierda, y la de los colombianos sería populista de derecha.
Acabar con la libertad de pensamiento, engendrar miedo por pensar distinto al establecimiento, asesinar líderes sindicales, amenazar con una dictadura, seguir dividiendo al país como en la década de los 40 y 50 del siglo pasado, no solo es sepultar la democracia, sino volver a la prehistoria, y conducirnos a la guerra y a la esclavitud.
Los discursos incendiarios, populistas e irrespetuosos, en los que se insulta a los demás, se les llama sicarios o narcotraficantes o se utiliza cualquier otro tipo de discurso lleno de palabras insultantes, no conduce sino a mostrar la miseria humana, en lugar de la grandeza con la que se debe gobernar o dirigir una comunidad, o una sociedad, o una familia, o un país.