Nunca se sabrá a ciencia cierta cuantos muertos por cuenta de la cruel y cruenta de la insania y la vesania juntas, esa horrible alba del 6 de diciembre de 1928, hace 90 años, en que las armas de la soldadesca, que le fueron puestas en sus manos para el uso legítimo de la fuerza por parte del Estado para defender a los colombianos, fueron puestas al servicio de los intereses de la multinacional United Fruit Company (UFC), se emplearon para cegarle la vida a inermes trabajadores de las plantaciones de banano en la Estación de la plaza de Ciénaga (Magdalena). Se ha hablado de miles, de centenares, de sólo 9 según la versión oficial e incluso se ha llegado a afirmar que “la masacre de las bananeras es un mito histórico”. Pero, los hechos son los hechos, los “hechos alternativos”, que se inventó la Consejera del Presidente Trump Kellyanne Conway, son sólo un ardid para negar u ocultar los hechos, que son tozudos.
Cobijados por la sombra de la noche del 5 de diciembre, en tinieblas porque ni luz había, sigilosamente arribó la tropa desde Barranquilla, que más parecía un pelotón de fusilamiento, a la plaza, bajo las ordenes del tristemente célebre General Carlos Cortés Vargas, en donde entre arengas y pancartas se apostaban los trabajadores, agremiados en la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena (USTM), que habían votado la huelga general el 11 de noviembre de 1928, debido a la intransigencia de la UFC. Se estima que el número de trabajadores oscilaba entre los 25.000 y los 30.000, provenientes de muchas regiones del país atraídos por la fiebre del banano que abrazaba a la zona.
Su pliego petitorio no iba más allá de la exigencia de las mínimas condiciones para un trabajo digno: mejores condiciones salariales, 8 horas de trabajo 5 días a la semana, la abolición de los comisariatos de la empresa en donde se veían obligados a redimir los cupones con los que se les pagaba el jornal por su trabajo a destajo. La empresa, que hacía alarde de su poder avasallador, acolitada y alentada por la obsecuencia de las autoridades, se negó a negociar el pliego alegando que no estaba obligada a ello. Era una lucha desigual.
Nuestro laureado con el premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez describe en su obra cumbre Cien años de soledad aquel momento a través de José Arcadio Buendía: “la huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día en que se anunció que el ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le permitió ver un fusilamiento”.
En efecto, el Presidente Miguel Abadía Méndez había anticipado a expedir la Ley Heroica el 30 de octubre, una especie de Ley marcial a través de la cual se declaraba turbado el orden público y le daba carta blanca para reprimir los brotes de protesta o inconformidad. Siendo Ministro de Gobierno Enrique Arrázola y Ministro de Guerra Ignacio Rengifo, designaron a Cortés como Jefe civil y militar de la zona, no sin antes declarar el Estado de sitio en la zona bananera y al amparo del mismo se prohibieron las manifestaciones públicas e incluso se declaró el toque de queda para sofocar la huelga.
En la madrugada de ese aciago 6 de diciembre, los trabajadores agolpados en la plaza con sus familias desde el día anterior a la espera de la anunciada visita del Gobernador, quien supuestamente iba a interceder ante la empresa para encontrarle una solución pacífica al conflicto laboral, sucedió lo peor. El piquete de soldados seguían filados en la plaza. De un momento a otro los trabajadores fueron sorprendidos por el ruido ensordecedor del redoble de un tambor que anunciaba la lectura de un bando notificando el toque de queda y la orden perentoria de disolverse. Pero nadie se movió ni dispersó.
El intimidante redoblar de tambores fue seguido de tres toques de clarín y la amenaza por parte del inefable General Cortés de abrir fuego contra la multitud si no despejaban la plaza. Las ráfagas de las ametralladoras Schwarzlose y las detonaciones de las balas asesinas de los fusiles Mauser ahogaron en sangre el justo reclamo de los trabajadores.
Lo demás es historia, se consumó un crimen dantesco a mansalva de personas humildes e indefensas, que pagaron con sus vidas la osadía de defender sus derechos laborales, sin que el Gobierno nacional moviera un solo dedo para evitar la masacre. En un sonado debate en el Congreso de la República, el caudillo Jorge Eliecer Gaitán denunció esta execrable matanza y concluyó diciendo que “en este país el Gobierno tiene para los colombianos la metralla homicida y una temblorosa rodilla en tierra ante el oro americano”. El Gobierno de Abadía Méndez impidió con sus mayorías que el Congreso designara una Comisión para que investigara los hechos y así terminó echándole tierra al asunto.
Para concluir, citemos a Gabo en Cien años de soledad: “en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando nada, ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz” y según la última Encuesta de Gallup Internacional sigue siendo el segundo país más feliz del mundo con un puntaje de 82 sobre 100 (¡!).