El peligro del personalismo político radica (como lo he mencionado innumerables veces), en que una vez cae el caudillo, todo su proyecto se pone en duda, y ante ese escenario, un mar de seguidores intentan mantenerlo a flote, en un intento desesperado de no atentar contra sus sueños e ilusiones, invertidos en la imagen de una persona. Pueden ser congresistas a un Fiscal, seguidores a un excandidato presidencial, o ciudadanos a un alcalde, y ya lo explicaré.
Ahora bien, creo que lo descrito anteriormente, refleja en buena medida lo que está pasando en estos días en la política colombiana, pues ¿Intocables?, ¿Quién se siente realmente intocable en nuestro país? El Fiscal que usa el atril del Congreso y ofrece ataques sin explicaciones claras, o el senador y excandidato presidencial que aún debe más explicaciones por un video revelado (para por supuesto desviar el tema del debate del Fiscal, aunque eso no lo libra de darlas), o quizás el alcalde de los bumangueses que, usando su elevada popularidad, además de insultar constantemente a sus contradictores, golpeó a un concejal. Algunos intocables, o al menos que en algún momento se sintieron así.
No creo que se le deba dejar toda la responsabilidad de la lucha contra la criminalidad a alguien de dirige un ente de control, ni las banderas de un país que c busca la paz y la equidad a un excandidato presidencial, ni las de la supuesta lucha contra la corrupción de una ciudad a la figura exclusiva de un alcalde.
Lewis Namier decía aplicando a otra nación y otro tiempo, palabras que creo que se aplican a este contexto: “Los hombres, decepcionados y desilusionados, desarraigados y sin equilibrio, impelidos por temores de los que apenas se dan cuenta y por destellos de apasionamiento, buscan ávidos un nuevo eje alrededor del que girar, nuevas fidelidades. Sus sueños y ansiedades, proyectados hacia el vacío, se agrupan alrededor de una figura. Es la monolatría del desierto político en la que, cuanto más patológica es la situación, tanto menos importa el valor intrínseco del ídolo. Sus pies pueden ser de barro y su cara inexpresiva, pero el frenesí de los adoradores le otorga significado y poder” (Vanished Supremacies, p. 54)
Cuando alzamos a un “salvador de la patria”, que buscará con su imagen rescatarnos de la corrupción, parece que olvidamos a las instituciones, las leyes, y por supuesto la democracia.
Podríamos exigirles a nuestros representantes no distraer el debate de las explicaciones y conflictos de interés del Fiscal General, ni de los por qué, cuándo, cómo y qué es eso que se ve en el video del senador Petro, ni tampoco que nada, justifica que un alcalde golpee a un concejal.
Cuando una senadora acusa a sus contradictores de que ellos no pueden “posar con superioridad moral”, mientras muestra un video para desviar el tema de las acusaciones éticas contra un Fiscal, cuando un grupo (no todos) de seguidores del excandidato presidencial Gustavo Petro, intenta comparar el dinero robado en Odebrecht para decir que lo del video es una minucia, pues se debe sobrentender la buena fe de él, (pero no investigarla incluso en los medios de comunicación a profundidad), o cuando un bumangués me reclama por pedir todo el rigor de la ley al alcalde Rodolfo Hernández, pues o se justifica usar la violencia en ese caso o se justifica “pasarle el malentendido” para no dañar la administración de la ciudad. Estamos ante ese escenario que intento explicar.
Para todos ellos aplica las palabras de Lewis Namier, y quisiera recordarles las de una excelente columna de que escribió Moíses Naím para el País de España: “Buscamos gobernantes que sean héroes honestos en vez de promover leyes e instituciones que nos protejan de los deshonestos…. también hacen falta leyes y prácticas que prevengan y castiguen la deshonestidad. Las sociedades que solo le apuestan a un líder honrado casi siempre salen perdiendo”
No estoy diciendo que no debemos exigir honradez de aquellos que nos gobiernan, o que están en un ente de control, ni que no se deba elegir a los más honestos e idóneos, pero personalizar la solución, es peor que la enfermedad.