En la mañana de ese viernes 03 de agosto, este grupo de mujeres se encontraba en constante actividad desde las primeras horas. Era un día esperado, no sólo por el acto protocolario con la presencia de los equipos en terreno de la Misión de Verificación de la ONU y la carrera contra reloj de los días previos para el alistamiento de las instalaciones, sino porque ese día iniciaba la nueva etapa del proyecto. Lo que antes era tan sólo una idea de negocio era hoy el inicio de un pequeño pero importante emprendimiento para este grupo de mujeres que integraban el otrora Bloque Oriental de las FARC – EP.
Ningún medio de comunicación registró el inicio de esta modesta panadería, a través de la cual un grupo de mujeres y sus familias busca aportarle a la paz y generar los ingresos necesarios que les permita desarrollar un nuevo proyecto de vida en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación “Mariana Páez” en el municipio de Mesetas, Meta.
Siempre resultará más rentable registrar el crecimiento de las disidencias –aunque en la práctica no se haga nada por evitarlo-, las diferencias internas propias de cualquier colectivo que transita de estructura militar a organización política, o la salida de seis dirigentes de los ETCR, algunos de estos como el caso de Luciano Marín (Iván Márquez) y Hernán Darío Velásquez (El Paisa) sin paradero cierto desde hace meses, más por motivos de seguridad que por un abandono del proceso, tal como lo pudo establecer la Comisión de Paz del Congreso de la República.
Además un dispositivo de control, el miedo ha resultado uno de los mecanismos que mantiene en una zona de confort a un sector de la sociedad que se resiste al cambio, y que encuentra en las lógicas del odio y la venganza una herramienta para consumar los valores del pasado. Sin embargo, lo que olvidan los enemigos de la paz, es que jugar con el futuro de la paz puede resultar más peligroso que la continuidad misma de la guerra.
La captura de Jesús Santrich el pasado 09 de abril, vino a sumarse a una serie de hechos que han configurado un escenario de incertidumbres para la paz, cuyas consecuencias más inmediatas recaen sobre los menos visibles: las comunidades históricamente más afectadas por el conflicto armado y excombatientes de base que, pese a todo, persisten en el camino de la paz y la reincorporación.
A la posibilidad de extraditar a uno de los negociadores más importantes del proceso, se sumó la dilatada aprobación en el pasado Congreso de la ley que establece los procedimientos de la Justicia Especial para la Paz, cuyo trámite en la Corte Constitucional podría bloquear eventualmente la competencia de la JEP para realizar pruebas que permita establecer las fechas en que se cometieron delitos en casos de extradición, y la creación de una sección especial para el juzgamiento de militares, lo que deja abierta la posibilidad de resultar impunes algunos casos de delitos cometidos por la fuerza pública en el marco del conflicto armado.
Ni que decir de lo que supone el que, pese al importante avance de la izquierda y las fuerzas alternativas, resultó ganador en las elecciones presidenciales una fuerza política abiertamente opositora al proceso de paz. A este escenario de incertidumbres se suma la lenta capacidad del Estado para rodear con institucionalidad los espacios dejados por las FARC y las dificultades en la implementación de la reincorporación social y económica de los excombatientes de base.
Implementar un acuerdo de paz es mucho más que mantener a la fuerza pública en los antiguos territorios de la FARC, algo que no está en discusión si consideramos que, justamente, de lo que se trata un proceso de paz sostenible es de recuperar la capacidad del Estado para ejercer autoridad legítima. Pero, sobre todo, allanar el camino para una sociedad en paz como opción perdurable es adelantar las reformas estructurales necesarias para acabar la inequidad y pobreza que persisten en el campo colombiano y otorgar mejores condiciones de vida a las comunidades que habitan en estos territorios afectados por la violencia.
También se trata de permitir que quienes se vincularon a la guerra, por cuenta de la exclusión y del reclutamiento forzado, tengan una oportunidad de vida diferente. Este principio implica reconocer que, a través de la firma de un Acuerdo de Paz, los excombatientes recobran su condición ciudadana, viven en el marco de la legalidad constituida y, en consecuencia, tienen derechos.
Por supuesto que el número de excombatientes en los ETCR hoy es menor que aquel que se concentró inicialmente en las denominadas Zonas Veredales de Transición y Normalización. Y aun cuando la capacidad de daño de las disidencias contra la población civil no debe ser desestimada, no es posible concluir que todos aquellos que se marcharon de los espacios volvieron a la guerra.
Retornar con sus familias y construir su propio proyecto de vida por fuera de la reincorporación colectiva que pretendía las FARC, vincularse como jornaleros rurales, migrar hacia las ciudades en búsqueda de mejores condiciones, asociarse e iniciar por cuenta propia proyectos productivos ante los retrasos de la implementación de los acuerdos, son algunas de las realidades que no podemos desconocer.
Siempre será más fácil apostar al exterminio del otro que imaginar un nuevo horizonte colectivo. Quizás por esto, nos cuesta como sociedad pensar que es posible resolver los conflictos de manera no violenta. No obstante, persistir en el camino de la paz, pese a las dificultades, es lo que hará que el proyecto de artesanías comunitarias y siembra de árboles nativos que se adelanta en La Macarena, el ecoturismo que desarrolla Caguán Expeditions en Miravalle, el cultivo de arroz en El Diamante y de maracuyá en Mesetas, no queden en el anonimato y permita imaginar un futuro diferente.