Vladimir Putin, estadista clave en un mundo impredecible, volátil y cada vez menos seguro, ha logrado restablecer el orden en un país colapsado para el cual la experiencia breve de la democracia al estilo occidental fue una sumatoria trágica de caos, crimen, expansión de la pobreza e inestabilidad a partir de la disolución de la Unión soviética.
Ha conseguido al cabo de 19 años de gobierno consolidar el proyecto político diseñado en la Constitución de 1993, de corte netamente presidencialista y definir las relaciones entre las distintas instituciones rusas, dentro y fuera del Estado.
Y ha logrado legitimar un poderoso autoritarismo, implacable a la hora de reprimir cualquier forma de revuelta y de suprimir el disenso contando con un mayoritario y fuerte respaldo de la población rusa que anhela la recuperación de su antiguo poderío imperial.
Putin siempre coherente en sus propósitos y en la radicalidad de sus métodos, silenció a la oposición, uniformó los medios de comunicación y le puso el tate quieto al poder de los nuevos oligarcas de quienes Yeltsin, segundón de los Estados Unidos en la etapa final de su mandato, se limitaba a seguir instrucciones.
A costa de millares de vidas, Putin arrasó sin piedad a Chechenia hasta conseguir ganarle la guerra y luego, en una sorprendente vuelta de tuerca, reconstruyó esta belicosa república liderada por islamistas, aliándose para gobernarla con los enemigos que lo habían desafiado llevando el terrorismo al corazón de Moscú. No vaciló en invadir a Georgia e imponerle su voluntad. Se anexionó Crimea y tiene ganando la guerra a Bashar al Asad su aliado en Siria. Sin lugar a duda, Putin es un líder de estatura mundial, peligrosamente audaz y desestabilizador.
Con él Rusia no ha avanzado hacia la democratización, sino que ha apuntalado un régimen político hibrido, fuertemente autoritario y centralizado que quiere pisar fuerte en el escenario global, haciendo valer, como lo hizo a lo largo de 40 años de guerra fría, el hecho cierto de que cuenta con poder militar y arsenales nucleares equivalentes a los de los Estados Unidos.
El autoritarismo ruso hunde sus raíces en la historia. Durante 3 siglos fue gobernada con puño de hierro por los autócratas de la dinastía Romanov. Prácticamente sin transición pasó a las manos no menos férreas del comunismo durante los casi 70 años de existencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Boris Yeltsin, fue el primer presidente elegido democráticamente en Rusia y gobernó entre 1991 y 1999 en una etapa de transición convulsa, signada por el desmadre de la pobreza y el desborde de la inflación, que sumió a la otrora potente nación, antes cabeza del más vasto imperio del planeta, en el caos y la desesperanza. Desde 1999 el mando se ha consolidado en la persona de Vladimir Putin considerado como el nuevo Zar.
De 1999 en adelante Rusia registra una evolución positiva basada en sus abundantes reservas de petróleo y gas que le han permitido reconstruir su economía y los sistemas sanitarios y de pensiones, invertir consistentemente en la modernización de sus ciudades y repotenciar las fuerzas armadas y la producción de armamento.
Aunque asegura que Rusia no atacará a nadie, contra el escudo antimisiles de EE.UU., Putin le presentó recientemente al mundo sus misiles invencibles.
En medio de un clima de sospecha y aislamiento el Reino Unido, apunta directamente a Moscú como autor del envenenamiento en su territorio con el agente nervioso Novichoc, del ex espía ruso Sergei Skripal y de su hija. Logró la solidaridad activa de los Estados Unidos y de 20 países más para sancionar a Rusia con la expulsión un alto número de sus diplomáticos. En reciprocidad Rusia hace lo mismo. Pero, aunque las relaciones entre Occidente y Moscú se encuentren en el punto más crítico desde la culminación de la Guerra Fría, es improbable que el conflicto escale hacia otros ángulos. Ni siquiera la realización del Campeonato Mundial de Futbol se ha puesto en entredicho.
Putin es muy hábil para superar crisis. Ha sobrevivido políticamente a momentos muy difíciles. En 2011 estuvo más debilitado que nunca. Afrontó manifestaciones de rechazo en todo el país, las más grandes desde la caída de la Unión Soviética. Los manifestantes denunciaban fraude electoral y pidieron su renuncia
El líder ruso, intensamente preocupado, se atrincheró en el Kremlin para preparar el contrataque con un método muy eficaz. Culpó de conspirar contra Rusia al Occidente, Estados Unidos y la CIA. La declaración de Hillary Clinton, entonces Secretaria de Estado, acerca de que los votantes rusos tenían derecho a que se investigaran las acusaciones de fraude y manipulación, fue considerada por Putin como una declaración de guerra personal y le costó, según ella misma lo afirmó públicamente, no ser elegida a la presidencia de los Estados Unidos en 2016.
Putin interfirió las elecciones a favor de Donald Trump pirateando y difundiendo correos electrónicos de asesores de la campaña demócrata para desacreditarla y creando millones de cuentas falsas para difundir mensajes encaminados a dañar su imagen. El gobierno de los Estados Unidos acusó directamente a Vladimir Putin de ser el responsable de orquestar este ataque cibernético.
Para mantener su poder y movilizar a la población Putin viene agitando con grande éxito la bandera de convertir a Rusia nuevamente en una potencia mundial, como lo era antes de 1989.
Procedió a reorganizar su poder en la cumbre para poder impulsar y llevar a cabo esta lucha. Excluyó a los liberales de los cargos claves y se rodeó de políticos de mano dura, antiguos agentes de la KGB como él y oligarcas leales. Ganó las elecciones con el 76,69% de los votos.