San Andrés, la isla del antagonismo

Opinión Por

Cuando hablamos de San Andrés Isla, pensamos inmediatamente en la isla colombiana con un mar de siete colores que se puede recorrer en dos horas, con una importante población de raizales  con una historia particular  que es desconocida por la mayoría de los colombianos y con la que el Estado tiene una inmensa deuda histórica. 

Pero también existe la otra cara de la moneda y es que ese mar maravilloso que guarda una biodiversidad significativa, está lleno de basura, de plásticos, de excrementos que los hoteles botan, de vasos y platos desechables, de latas de cerveza, de tapabocas; en fin, la lista es inmensa y enumerarla se haría interminable 

Algunos nativos comentan que los grandes hoteles no tienen un manejo adecuado de aguas negras, por lo que toda su basura va al mar. No hay tampoco un control sobre el tope de turistas que pueden visitar la isla, por lo que hay una sobrepoblación que la colapsa.

La pregunta obligada es: ¿Qué hacen las autoridades locales y departamentales para educar a los nativos y a los turistas para que reciclen y no contaminen el mar? Lo curioso es que en algunas partes de la playa hay uno que otro letrero que dice que “se prohíbe entrar a la playa con comida y bebidas” pero esto no se cumple porque los pocos policías de turismo no son eficientes ni eficaces en hacer cumplir esa normatividad, y si a esto le sumamos la falta de basureros en algunos lugares puntuales de la isla, significa que la problemática empeora. 

Parece que en Colombia hay un grave problema con los touroperadores,  porque  los planes que ofrecen en la isla  son exageradamente costosos y de baja calidad. 

Se vende a San Andrés como si fuera Punta del Este en Uruguay,  y no tiene, ni  la infraestructura necesaria, ni la planeación para ello. La isla colombiana solo cuenta con su encanto y su belleza natural, que no se están cuidando ni conservando, y nada más. 

Encontrar un bar que no sean los de playa es imposible, con excepción del “Blue Moon” que solo se abre los fines de semana. Lo lamentable es que ven al turista como la fuente del dinero, pero no hay una relación equitativa de calidad y precio y tampoco se le da el trato y el servicio correcto que merece. 

Lo que asombra es que algunos locales rentan sillas para que el turista pueda asolearse en la playa, pero  las entregan rotas, y cuando el cliente  reclama, quienes atienden se enojan. Entonces, ¿dónde está el asesoramiento turístico que  debería ejercer el gobierno nacional, más aún cuando el propio Jefe de Estado está promocionando turísticamente el país a nivel internacional? y ¿dónde están las políticas públicas para cuidar nuestros mares, ríos, cañadas y demás ecosistemas?

Hacer turismo en Colombia resulta frustrante, costoso y de mala calidad. Cuando debería ser lo contrario. Es un mal que venimos sufriendo, y al parecer el gobierno nacional ni se percata, o no le importa, o vive en su burbuja y no quiere darse cuenta de la dura realidad.

La deuda del Estado para con San Andrés, Providencia y Santa Catalina es inmensa, especialmente para con los raizales, comunidad étnica que posee su propia lengua y su propia cultura (religión, historia, gastronomía),  proveniente de diversas raíces: la africana, las europeas y la caribeña.

Después del huracán que devastó parte de esta zona geográfica, el gobierno nacional prometió recuperar y reconstruir la isla, pero esto apenas se ha llevado a cabo muy parcialmente,  el paisaje que se observa está formado por los escombros de las construcciones caídas, las que se constituyen en botaderos de basura, que es lo que abunda en toda la isla

En pleno siglo XXI,  el Estado sigue sin proporcionar calidad de vida a estos colombianos ubicados en la zona de frontera con Nicaragua, por lo que continúan sin  agua potable, sin alcantarillado  y con la miseria de los nativos que  es parte también del panorama.

Lo que se constata es la ceguera del Estado para el manejo que debería dar a la Colombia olvidada y, en particular, a  las zonas de frontera que, por seguridad nacional, deberían gozar de una protección a toda prueba y de una mejor calidad de vida.

Ex-diplomática. Abogada, con una Maestría en Análisis Económicos y en Problemas Políticos de las Relaciones Internacionales Contemporáneas, y una Maestría en Derecho Comunitario de la Unión Europea. Autora del Libro, Justicia transicional: del laberinto a la esperanza.