Mientras la crisis climática y la extrema desigualdad ponen en jaque el futuro del mundo, Donald Trump, parece avanzar imparable hacia su reelección en noviembre. Y está demostrando, no ser, como la opinión alrededor del orbe entero creía, cuando resultó elegido, el payaso, sino el dueño del circo.
Nadie como el presidente de los Estados Unidos encarna de forma más grosera y protuberante las tendencias nefastas contra las cuales la especie humana, al fin, aunque bastante tarde, está poniéndose de acuerdo para luchar unida con la finalidad de garantizar su supervivencia y la armonía social en un planeta que es la casa de todos y que no tiene alternativas de recambio.
A caballo sobre la polarización generada por la globalización y la tecnología, orientadas por decisiones políticas que han desembocado en la intolerable situación actual, Trump irrumpe en el escenario nacional y planetario como un jinete del apocalipsis.
Aunque ardan California y Australia, y se derrita a ojos vista el hielo ártico y resulten cada vez más extremos y violentos los huracanes y tifones las sequias y las inundaciones, y las manifestaciones del calentamiento global, Trump niega la crisis climática y saca a la primera economía del Acuerdo de Paris, rebaja impuestos a los más ricos e incrementa la potencialidad y extiende la vigencia de las economías del pasado ligadas a la explotación del carbón y los hidrocarburos, mientras países tan diversos como los europeos, Brasil, Rusia, India Suráfrica y sobre todo China, comprometida en un esfuerzo gigantesco de inversión en fuentes renovables, se empeñan en sacar avante las energías limpias.
En calidad de adalid de la desregulación, Trump se ha encarnizado contra la Agencia de Protección del Medio Ambiente -EPA- y está desmontando a toda velocidad y sin oposición eficaz las protecciones de la salud, el aire que respiran, el agua que beben y el terreno que pisan sus propios conciudadanos
Trump, en contravía de la realidad marcha victorioso, dando tumbos y manotazos, sacándole partido a sus innumerables contradicciones y mentiras y a su falta total de coherencia, que a fuerza de manejo mediático ha logrado convertir de falla impensable en el comandante en jefe de la primera potencia global, en una virtud que ejerce a sus anchas en el reino tumultuoso e igualmente incoherente y caótico de las redes sociales.
Trump se ha revelado como un maestro del lenguaje digital, no solo por su competencia para utilizar las redes sino por ser capaz de hablarle a su base en sus propios términos, aprovechándose de sus incertidumbres y miedos y reforzando sus egoísmos y prejuicios. Así logra imponer a diario la agenda política doméstica via twitter y mantiene arrinconados a los medios mientras se repliega del escenario mundial y debilita a Occidente. Como se lo echaron justamente en cara Macron y el presidente alemán, durante la Conferencia sobre Seguridad de Múnich realizada esta semana.
Con un eslogan, que no es original y que ya se ha convertido en un mantra, el de “hacer grande a los Estados Unidos otra vez,” Trump mantiene tan hipnotizados a sus electores como logró hacerlo Hitler en 1933 con los suyos catapultándolos a “hacer grande a Alemania otra vez.”
El resultado: la tragedia inenarrable de la segunda guerra mundial con casi 40 millones de víctimas.
El fenómeno Trump es tan extraño que resulta casi imposible de entender cómo un multimillonario neoyorkino, incurso en grandes irregularidades a lo largo de su vida, posando de antipolítico y antisistema, logra capturar la representación de sindicatos y de agricultores y atizar el miedo blanco a que su modo de vida, cultura y privilegios sean desplazados por los migrantes.
No se explica tampoco cómo en la precisa coyuntura del “Me Too” en la cual las mujeres se rebelan en todas partes y exponen como signo de los tiempos su determinación de no dejarse avasallar más por los abusadores masculinos, los Estados Unidos elijan en 2016 y se apresten a darle un nuevo mandato por otros cuatro años a un personaje con rasgos tan siniestros como los del “Guason”, conocido de autos, además, por su perfil de «acosador sexual en serie y abusador»
Ni la ingerencia rusa en las elecciones plenamente probada, ni el impeachment, intentado por los demócratas con base en acusaciones criminales verdaderamente graves, han logrado erosionar las posibilidades de reelección de Donald Trump. Hoy, según la última encuesta de Gallup, el 49% de los norteamericanos avala la gestión del presidente.
Sus electores, en un clima de confrontación social y política que no se registraba desde la guerra de secesión, lo perciben casi como un líder religioso que mantiene el énfasis en la propia casa, se apoderó del partido republicano, le sacó concesiones a China en la guerra comercial, ha llevado a la economía estadounidenses en sus propios términos hiperbólicos a estar cerca del pleno empleo y mejor que nunca y a los Estados Unidos a sentirse más fuertes y orgullosos y para nada solidarios, y, quien, con el zapato puesto en la nuca de López Obrador, está logrando que no sean militares estadounidenses ni miembros de la Guardia Nacional quienes intercepten el paso de los migrantes latinoamericanos sino 17.000 soldados mexicanos. Trump aunque despacio, por añadidura, está construyendo el muro.
A sus fanáticos no les importa que la desnuclearización de Corea del Norte se haya convertido en una baladronada, ni que Trump haya debilitado a la Alianza Atlántica, ni acabado con el esfuerzo acordado con Europa para contener a Irán, ni convulsionado el Oriente Medio con una iniciativa de paz encaminada a atizar la confrontación entre israelíes y árabes.
Aunque le signifique un rábano lo que ocurra al sur del Rio Grande, para volver a ganar en la Florida y obtener los votos de venezolanos, cubanos y nicaragüenses residentes en los Estados Unidos, Trump eleva a las nubes a Guaidó, amenaza y sanciona a Ortega, y destruye el acercamiento hacia Cuba.
Pero no se avizora en el horizonte a nadie que pueda derrotarlo.