Un voto por la paz, bien supremo de la nación

Opinión Por

Las elecciones presidenciales se realizarán bajo el signo de la independencia de los electores.

Como lo afirma el expresidente Samper, los votantes se desamarraron de la maquinaria y expresaron su preferencia en la primera vuelta, en un clima de tranquilidad absoluta, por quien les dio la gana. Y lo mismo va a ocurrir el 17 de junio. La dinámica de las redes sociales resultó infinitamente más poderosa que la capacidad de las maquinarias electorales. Entramos en una especie de transición entre la vieja política arrumada en el cesto de la basura con los partidos tradicionales   y el futuro que será de los jóvenes.

En los comicios el país apareció fragmentado en tres sectores claros, la derecha, a donde han volado a refugiarse el establecimiento y las maquinarias de los partidos, el centro tumultuosamente emergido con esperanza en torno a Sergio Fajardo, y un centro izquierda variopinto que le permite a Gustavo Petro, un exguerrillero amnistiado, asomarse a la posibilidad de llegar a la presidencia.

Lo que está en juego es el bien supremo de la paz. Pero muchos todavía no parecen entenderlo, ni han sido capaces de interiorizarlo. Pese a que durante los años que duró la negociación, no han dejado de percibirse sus frutos y a que el país se ha ahorrado los 5.000 muertos que hubiera producido la continuidad de una confrontación armada activa, amplios sectores de la opinión con la caja de resonancia de los medios siguen empeñándose en castigar a las FARC, desconociendo los compromisos pactados con ellos por el Estado colombiano en la Habana, de los cuales es garante la comunidad internacional.

Las FARC han cumplido. Se desmovilizaron y entregaron sus armas en un proceso que ha sido reconocido por las Naciones Unidas como ejemplar.

Y no cabe duda de que para la nación colombiana en su conjunto es mucho más promisorio disfrutar de un acuerdo de paz imperfecto que sufrir las consecuencias de una guerra perfecta.

Pero, no piensan lo mismo terratenientes, ganaderos y palmicultores, entre otros, que han medrado y acumulado riqueza gracias a la violencia y que no quieren saber nada de revertir las causas y los efectos del conflicto armado que atizó la concentración en la propiedad de la tierra y el atraso rural. Ni mucho menos de   actualizados de impuestos y de valor catastral, ni de expropiación por motivos de interés social, ni de habilitación de nuevas zonas de reserva campesina, y, sobre todo, jamás de los jamases de redistribución equitativa de la tierra, como está pactado en los Acuerdos.

No llegaron a aprobarse iniciativas cruciales para apuntalar la paz, como las relacionadas con el desarrollo rural, la adecuación de tierras, la adjudicación de baldíos en zona forestal y el sistema de catastro multipropósito.

Resulta imperativo reconocer que lo que viene trastabillando hace rato es la implementación del posconflicto. No la ha tenido fácil en materia de gobernabilidad el presidente Santos quien no ha vacilado en emplear todo su capital político en la búsqueda y consolidación de la paz hasta quedarse tempranamente sin capacidad de maniobra, con una coalición gubernamental deshecha en el Congreso y con una campaña presidencial atravesada enderezada a deslegitimar y echar para atrás el acuerdo logrado.  

Así, el fast track se agotó sin cumplir ni las expectativas ni las necesidades del proceso.

La jurisdicción especial para la paz está sufriendo un acoso implacable por parte de la oposición, el fiscal general y muchos medios han hecho fiestas con el episodio tormentoso de la extradición de Santrich y sus presuntos vínculos con el narcotráfico denunciados por las autoridades norteamericanas.  

El aterrizaje de las FARC en la política no podría ser más accidentado. Las curules de las víctimas están en el limbo. Las disidencias siguen expandiéndose. Ya son más de 385 los dirigentes sociales asesinados y como lo advirtió Roy Barreras “el gobierno no ha hecho lo suficiente para garantizar una paz estable y duradera. No ha copado el territorio ni protegido los líderes para asegurar la reincorporación de los excombatientes

Las presidenciales se realizarán en este clima de polarización azuzado por una derecha populista que obtiene réditos electorales de la crispación social que precipita y en la cual se amalgaman: los enemigos de la restitución de tierras, los rezagos del paramilitarismo, los caciquismos corruptos, la intolerancia de algunas confesiones religiosas y el odio a la diversidad y la negativa a reconocer los derechos plenos de las minorías y las libertades individuales plasmadas en la Constitución de 1991.

Hasta ahora ha resultado más exitosa en la consecución de votos la campaña de la derecha en la cual milita a sus anchas el guerrerismo de Uribe, Londoño y Ordoñez, hoy reforzado vergonzosamente por Gaviria y Vargas Lleras, que ha estado centrada durante el gobierno Santos sobre el designio de sabotear primero y volverlo trizas, una vez concluido exitosamente el acuerdo de paz y ejercer una venganza revanchista contra las FARC.

Pero los partidarios de la paz seguimos siendo mayoría.

Sin duda hubiera resultado mucho más fácil que los partidarios de la reconciliación nacional ganaran la presidencia de la república en segunda vuelta con un candidato que no despierta resistencias ni animadversiones como Sergio Fajardo, que con la polémica personalidad de Petro y el antecedente de su debatida administración de Bogotá.

Sin embargo, fue Gustavo Petro quien legítimamente ganó su derecho a disputar la candidatura presidencial y es él quien porta el estandarte de la paz, la lucha contra la corrupción, y la defensa de las libertades sociales y los derechos de las minorías. Razones más que suficientes para votar por él.

El voto en blanco solo le sirve a Uribe.