El término distopía, para algunos extraño y atemorizante, para otros, simplemente desconocido y lejano, ha cobrado vigencia de manera aterradora y sin ningún preámbulo o preparación para el mundo por estos días.
Y sin ir más lejos, la distopía, vista como la visualización del mundo sin el orden conocido, sumido en la hecatombe y la incertidumbre como resultado de situaciones que se escapan de nuestro control y entendimiento. La distopía, representa una sociedad alejada del bienestar, de la felicidad, la armonía, la justicia, la paz, la igualdad y la belleza. Como señala la Real Academia de la Lengua es “la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”.
Y aunque este término no se ha acuñado dentro del léxico cotidiano, ya estamos empezando a identificar numerosos hechos que nos hacen aterrizar en nuevos espacios y en el hecho que el mundo no será igual al que conocimos hace unos meses.
Pero hay una pregunta que hay que responder, y es ¿Cuál es el papel del estado y la sociedad dentro de esta coyuntura a la cual nos enfrentamos? Y es aquí, en donde hay muchas razones para sentir inquietud.
Primero, porque la visión catastrófica de la realidad es el lugar perfecto para que se incube el miedo, y el miedo es el medio mediante el cual, la dominación de los sistemas políticos tienen su máximo alcance, en donde la sociedad no se rige ya por parámetros de humanidad y moralidad, de apoyo mutuo y racionalidad sino por los valores y las actitudes del egoísmo, el individualismo, la supervivencia a cualquier precio y se abre la puerta a regímenes totalitarios y autoritarios que pueden favorecer prácticas propias de su naturaleza, como la supresión de libertades ciudadanas y colectivas por medio de la censura, la prohibición y los seguimientos ilegales.
Y segundo, porque entre más información (real o falsa) disponible en las redes sociales, mayor irresponsabilidad de los medios de comunicación en el cubrimiento de las noticias, menor coordinación en las acciones institucionales, por parte del gobierno, tanto local como nacional, va a generar una sensación de caos y de una falta de claridad en la administración de la crisis y sobre todo de ausencia de control de la situación. Lo que inevitablemente afectará la percepción de la realidad de la ciudadanía y lo convertirá en el desenlace inevitable a la pandemia del Covid – 19: Eliminación del contacto físico, aislamiento social, relaciones familiares, de amistad y laborales virtuales, teletrabajo bajo modalidades inciertas y algunas veces desconocidas, vigilancia extrema, estado de excepción, toques de queda y prohibiciones a la libre circulación: así luce el mundo desde que la COVID-19 nos obligó a eliminar el contacto físico, y encerrarnos en nuestros hogares (los que podemos hacerlo) y a la condena de la supervivencia en las calles para quienes no tienen garantizados los mínimos para una estancia segura en sus hogares.
¿Y nuestro mundo perdido?
Posiblemente, el marasmo que en este momento estamos experimentando nos haga reflexionar sobre cuál ha sido nuestro norte en la vida hasta ahora y descubramos tragedias cotidianas, sociales y políticas que irremediablemente nos despierte de un sacudón brutal de la alienación como la sociedad ha mercantilizado e instrumentalizado las relaciones humanas que favorecen e idealizan la inmediatez, lo superfluo, lo vano y los intereses individuales y arrogantes que impone el modelo económico, pragmático, extraccionista, neoliberal y depredador.
No tuvimos tiempo para conocernos, amarnos, sentirnos, encontrar sentido a la existencia, valorar la cultura, la ciencia, el arte. Únicamente nos concentramos en edificar una sociedad cimentada en el individualismo egoísta que creó una sociedad dividida entre los ricos poseedores de todo y los condenados a la exclusión, la soledad, la tristeza, la infelicidad y el olvido…
Ese es nuestro mundo perdido, y que ahora nos permite una revisión de nuestros intereses como sociedad y una nueva reflexión acerca de cuáles deben ser las prioridades del estado. Es así como en la realidad distópica que ahora vivimos se impone a la fuerza, el egoísmo, la mezquindad, sin dejar espacio a los valores fundamentales que nos hacen humanos: la solidaridad, el amor vital, la empatía y el entendimiento que somos un sólo ser vivo conformado por todas las criaturas de nuestro mundo y nuestro mundo en sí mismo.
En nuestras manos está que la vieja sociedad y los viejos pilares en los que se fundó nuestro estado vuelvan, es responsabilidad nuestra como ciudadanos en ejercicio replantear los valores de nuestra sociedad para exigir de manera coordinada y contundente a un estado que busca beneficiar los intereses de sus pocos miembros asociados. Si la distopía ha venido para quedarse, hagamos que la utopía florezca.