¡Diez mil millones de dólares! Es la suma que le deberá pagar la farmacéutica Bayer a 95 mil afectados por el uso del pesticida Roundup, cuyo ingrediente principal es el glifosato y que produce el cáncer conocido como «Linfoma No Hodgkin». Este acuerdo, que contempla 1.250 millones de dólares para futuras reclamaciones (30 mil más en proceso de ser acordadas), se convierte en una de las mayores conciliaciones en la historia jurídica de los Estados Unidos, donde cada afectado recibirá entre 5.000 y 250.000 dólares.
Además, incluye la creación de un panel independiente de expertos que resuelvan las principales preguntas sobre esta sustancia: ¿Causa o no cáncer? ¿Cuál es la dosis mínima o el nivel de exposición a la sustancia que representa un peligro? En el caso de nuestro país, ese panel de expertos debería respondernos también: ¿Será acaso seguro rociarlo desde aviones sobre personas, fauna y flora sin protección alguna para acabar con cultivos de coca? ¿Las concentraciones de glifosato y su toxicidad son mayores cuando se utiliza para fumigaciones aéreas sobre cultivos de coca? La Organización Mundial de la Salud dijo desde el año 2015 que “probablemente” causa cáncer y cinco años después vemos que para evitar un pleito que se alargue por más años de los que probablemente les queden de vida a las víctimas, Bayer decidió arreglar monetariamente las demandas.
Lo anterior es un argumento más en contra de la fracasada guerra contra las drogas, que no solo asesinó a mi padre sino a cientos de miles de personas en el mundo durante los últimos 50 años, desde que Richard Nixon la declaró unilateralmente. La pregunta de fondo y que se evade es: ¿Por qué se mantiene una política fracasada que evidentemente causa víctimas mortales tanto en los productores como en los consumidores, viola derechos humanos, vulnera la salud publica, financia corrupción, criminalidad, proyectos políticos, daños ambientales y que históricamente en Estados Unidos se ha fundamentado en el racismo? La respuesta que también se elude: La prohibición es un gran negocio no solo para quienes se involucran en el negocio del narcotráfico sino también para los concesionarios de cárceles en Estados Unidos; llenas de negros y latinos enjaulados por delitos relacionados con el porte, consumo o trafico de sustancias ilegales.
No tiene sentido que se insista en la reactivación de la aspersión aérea de glifosato en las zonas más vulnerables del país, donde la única presencia estatal es una avioneta que esparce veneno a cultivos lícitos, fuentes de agua, animales y seres humanos. Es más, está ampliamente demostrado que asperjar es carísimo en todo sentido (72,000 dólares, 273 millones de pesos por hectárea) e ineficiente (por una hectárea de coca se deben fumigar 30 legales). Destruye la confianza entre comunidades y fuerza pública. Genera una avalancha de demandas contra el Estado que sin su reactivación aún suman hoy 2,11 billones de pesos. ¿No sería socialmente más rentable invertir esos recursos en carreteras terciarias, acueductos, alcantarillados, inclusión tecnológica, emprendimiento social, cadenas de comercialización, asistencia técnica, asociaciones y cooperativas campesinas por citar solo algunos ejemplos?
Es hora de que el Gobierno Nacional, el Congreso, las Cortes, la sociedad civil, en concertación con los territorios y comunidades víctimas de la guerra contra las drogas, asuman con seriedad y responsabilidad política la construcción de una política pública de drogas. Es su obligación constitucional y legal proteger a todos los colombianos por igual.