Este mundo de locos sigue en manos del coronavirus.
Y digo que “de locos”, porque de que otro modo cómo podría explicarse que a lo largo de 2019, los gastos militares internacionales alcanzaran la suma de 1,9 billones de dólares, su mayor nivel desde el final de la Guerra Fría, mientras apenas se destinaron recursos para establecer sistemas de seguridad social sólidos con servicios sanitarios eficaces para combatir la amenaza de máxima prioridad que constituye la aparición absolutamente probable de una pandemia.
Pese a que todo lo que ha ocurrido en relación con la Covid 19 estaba pronosticado a nivel de detalle por los científicos y las organizaciones que se ocupan permanentemente de la preparación para encarar crisis de la naturaleza de la que nos ha embestido, nadie, ningún país hizo lo suficiente para enfrentar una amenaza global que en términos generales y pese a haber producido hasta ahora medio millón de muertes y 20 millones de contagios, sigue siendo relativamente benigna. Si se la compara con la gripa española que afectó a un tercio de la población mundial y mató por lo menos a 50 millones de personas y, con las otras epidemias que han azotado a la humanidad antes de esta. Y, además, si se considera que los organismos especializados de las Naciones Unidas habían advertido en 2019 que nos “enfrentábamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial.”
Las consecuencias devastadoras de la calamidad previstas en términos de vidas humanas, de desestabilización económica y caos social se están cumpliendo a rajatabla y en todos los rincones de un planeta cada vez más afectado por brotes de enfermedades infecciosas, cuya irrupción no debería sorprender a nadie, ya que solo entre 2011 y 2018 la OMS había registrado y visto obligada a concentrar su accionar en el seguimiento de 1483 brotes epidémicos en 172 países.
Y, aunque el liderazgo político, que al parecer en ninguna otra época había sido tan incompetente ni bizarro como ahora, (Tump, Bolsonaro, Johnson, entre otros), no lo crea o se niegue a admitirlo, el peligro más inminente y probable de que ocurra un evento apocalíptico con potencial de eliminación de la raza humana está relacionado precisamente con el surgimiento de una pandemia letal. La Covid 19 ha puesto en evidencia que el mundo no estaba ni “está preparado para un brote mundial de una enfermedad contagiosa mortal.”
Y, tal como lo había previsto la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación, cofundada en mayo de 2018 por el Grupo del Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud, se está demostrando que todas las economías son vulnerables, que cunde el pánico y se desestabiliza la seguridad nacional de múltiples naciones alrededor del orbe y que las consecuencias para la economía, el turismo, la producción globalizada de bienes y servicios y el comercio mundiales son tan graves que todavía ni siquiera se acaban de cuantificar.
La incertidumbre es el signo de los tiempos que corren. No existe aún vacuna ni medicamento y nadie sabe con seguridad o algún grado, ni tan siquiera mínimo de certeza, si sobre los Estados asiáticos y europeos, donde se han producido trágicas cifras de mortalidad – que empiezan apenas a salir de la pesadilla- pueda abatirse una segunda ola de contagios, como ya viene ocurriendo en China, Corea del Sur o Alemania, con brotes aislados.
Hasta ahora, China, donde tuvo origen la pandemia, se lleva todas las palmas. Con 4.600 personas fallecidas, según los reportes actualizados oficiales ha demostrado un extraordinario manejo interno de la enfermedad. Basta confrontar esta cifra con las de Estados Unidos, en pleno repunte de contagios, (126.000 muertes), o con las de Brasil (57.000) Italia (34.744) España (28.346) o el Reino Unido (43.575).
La segunda mayor economía del planeta con una población de 1.395.380.000 habitantes se contrajo un 6,8% en el primer trimestre de 2020, a causa del cierre de toda actividad económica no esencial entre los meses de enero y marzo, pero salvó, como no fueron capaces de hacerlo las economías desarrolladas de Europa y Norteamérica, cientos de miles de vidas.
Ahora el ojo del huracán pandémico se ha desplazado al Continente americano. En Estados Unidos, la primera economía global, los modelos matemáticos predicen que 200.000 personas podrían morir de coronavirus para el 20 de octubre de 2020.
Como ha ocurrido hasta ahora, el mayor número de víctimas se producirá entre las minorías afroamericanas y latinas en los Estados Unidos porque es bien sabido que las secuelas fatales de las enfermedades se encarnizan en los sectores más frágiles y vulnerables en los cuales los servicios de salud son muy deficientes y donde la pobreza y la desigualdad alcanzan dimensiones críticas.
Como consecuencia de crecer pobre y negro la población afrodescendiente se encuentra afectada mayormente de preexistencias tales como la obesidad, las enfermedades del corazón y la presión arterial alta. Ellos, al igual que los latinoamericanos indocumentados tienen dificultades de acceso a la salud y no pueden acudir con facilidad a los hospitales, están menos informados, viven en condiciones de hacinamiento en zonas densamente pobladas y se desempeñan laboralmente sobre todo en áreas de la construcción y los servicios que no les permiten permanecer en casa.
Son enfermeras, aseadoras, conductores, cajeros o dependientes de los supermercados. Es decir, quienes mueven los engranajes de lo que resulta esencial para que los demás sobrevivan en las mejores condiciones.