El gobierno y la propia policía debieron prever que resultaría inevitable y vaticinable, sin necesidad de bola de cristal, y, -además porque aparecieron múltiples convocatorias en las redes sociales,- que las imágenes virales del crimen atroz de que fue víctima por parte de la policía el estudiante de último año de derecho, Javier Ordoñez, como viene ocurriendo en el resto del mundo frente a hechos similares, provocarían reacciones populares susceptibles de derivar en hechos violentos. No lo anticiparon.
Como consecuencia de esta omisión inexcusable, la policía se vio desbordada por los hechos y, no actúo dentro del marco de sus competencias, para manejar y tratar de contener los sucesos violentos que se desencadenaron, en los cuales 13 jóvenes murieron y 581 personas, todas ellas en edades muy tempranas, fueron lesionadas, incluyendo 216.
No se trató de un evento aislado, imputable a “manzanas podridas”, ni de sucesos provocados, como lo atribuyeron sin evidencia sustentable, el ministro de Defensa y el Consejero Ceballos, a un esfuerzo concertado entre las disidencias de las FARC y el ELN.
Si así hubiese ocurrido, estaríamos ante una manifestación de fuerza colosal de tales organizaciones, que no se había registrado nunca, ni siquiera cuando las FARC tuvieron el potencial suficiente para empujar al país a la condición de Estado fallido.
Por abuso policial, como lo registró El Tiempo “la Procuraduría lleva 1.924 procesos disciplinarios contra 1.395 uniformados, y en los últimos 18 meses ha sancionado a 276 funcionarios; y ha recibido 256 quejas de presuntos excesos de miembros de la institución, entregadas por la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, 119 de estas por hechos de los últimos días, que se suman a las 73 investigaciones en curso que ya tenía abierta la entidad”.
Las investigaciones judiciales no avanzan y la justicia penal se ha convertido en garantía de total impunidad para los victimarios.
Sin duda, delincuentes, vándalos y miembros de estructuras criminales organizadas y hasta algunos comandos de las milicias urbanas de la insurgencia, aprovecharon la oportunidad para promover acciones violentas, saquear locales y cajeros electrónicos en medio del caos, pero la inmensa mayoría de quienes salieron a protestar con pleno derecho a hacerlo, expresaban -como lo han reconocido autorizados analistas- el inconformismo que reconcome a la sociedad colombiana y que se manifiesta hace rato en un rechazo visceral hacia las instituciones estatales.
El sentimiento de injusticia en vastos sectores marginados de la población se profundizó y está tornándose cada vez más acuciante y peligroso, porque nunca el impacto de las desigualdades que nos caracterizan se había evidenciado de manera tan crítica. Sin redes sociales de apoyo, ni estado de bienestar y apenas dependiendo de unos muy saltuarios e insuficientes subsidios, las gentes, que constituyen una gran mayoría de la población urbana que malvive en la informalidad y no come si no puede salir a levantar su diario sustento en las calles, está exacerbada y temerosa.
La furia popular acicateada por el hambre y las dificultades que se han vuelto críticas a medida que el trabajo y los ingresos faltaban y las cuarentenas se prolongaban, encontró en la Policia con quien descargarse. Esta, ha sido y es la institución encargada de ejercer control para que las medidas de aislamiento social se cumplan, en el ambiente cargado de tensiones y encontronazos de la pandemia, con el agravante de ostentar la institución armada un abultado historial de abusos no sancionados ni satisfactoriamente resueltos para las víctimas, en su interacción con la ciudadanía.
Este sentimiento masivo explica en buena medida la ira descargada contra los CAI, agravado por: el aislamiento obligado a causa de la COVIC y su impacto económico; la incertidumbre ante la pérdida de empleo (que ya roza el 30% en Bogotá); la obligada deserción educativa y el vacío de perspectivas de presente y futuro para las generaciones de menor edad; la corrupción que no ceja; la incapacidad gubernamental para frenar las muertes de desmovilizados y líderes sociales, y, el absurdo discurso oficial frente a la tragedia cumplida, expresado además con inusitada arrogancia por los voceros oficiales, y enderezado, no a reconocer y a tratar de solucionar los gravísimos problemas existentes, sino a criminalizar una protesta social legítima, que venía creciendo a finales de 2019 y que frenó de manera abrupta la irrupción de la pandemia.
Durante varias décadas la Policia Nacional ha sido definitiva y muy exitosa en el combate al delito y en su accionar de índole militar contra guerrilleros y narcotraficantes. Esto, en desarrollo de un perfil de combate que le fue impuesto en el marco de una sociedad en permanente conflicto y con grandes agregados históricos de violencia. Pero, ni el Gobierno ni la propia policía pueden confundir, como lo hicieron el 9 de septiembre a la ciudadanía inerme con esta clase de criminales. Lo que vimos en los medios y en las redes permite afirmar que la Policia no cumplió con las normas constitucionales, ni legales, ni con el protocolo establecido, ni con las directrices internacionales.
Según el artículo 218 de la Constitución, la Policía Nacional es un cuerpo armado permanente de naturaleza civil, a cargo de la Nación, cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz.
El protocolo señala que “No deberán emplearse armas de fuego excepto cuando un presunto delincuente ofrezca resistencia armada o ponga en peligro la vida de otras personas y no pueda reducirse o detenerse al presunto delincuente aplicando medidas menos extremas”.
“Existen directrices internacionales muy claras sobre la conducta policial durante una protesta:
- Es responsabilidad de la policía facilitar la protesta pacífica. Si aumenta la tensión, tiene la obligación de intentar rebajarla.
- Si algunos manifestantes participan en acciones violentas, eso no significa que la protesta, por lo demás pacífica, se haya transformado en una reunión violenta. La policía debe garantizar que quienes mantienen una actitud pacífica puedan seguir protestando.
- Los actos de violencia cometidos por una pequeña minoría no justifican el uso indiscriminado de la fuerza.
- Cuando sea inevitable el uso de la fuerza para garantizar la seguridad de otras personas, la policía debe usar la fuerza mínima necesaria.
- La decisión de disolver una protesta debe adoptarse como último recurso, cuando hayan fracasado todas las demás medidas menos restrictivas.
- El gas lacrimógeno y el cañón de agua sólo deben usarse para disolver una protesta si la gente puede escapar del lugar. Sólo se podrá recurrir a ellos en situaciones de violencia generalizada y cuando otros medios más selectivos no sirvan para contener la violencia.
- NUNCA deben utilizarse armas de fuego para dispersar una multitud.”