En Colombia, por expreso mandato legal, los hidrocarburos y minerales de cualquier clase yacentes en el suelo o el subsuelo son de exclusiva propiedad del Estado. Las decisiones sobre minería, en consecuencia, se tomaban desde el nivel central y las entidades territoriales no podían opinar al respecto. Sin consideración de las comunidades y desde la comodidad de sus escritorios en Bogotá, funcionarios públicos irresponsables han repartido en forma indiscriminada miles de licencias ambientales para exploración minera y petrolera a lo largo del territorio nacional: ni siquiera Caño Cristales, tesoro ambiental del mundo, se salvó.
Durante décadas el malestar de la población fue creciendo toda vez que, en la mayoría de los casos, las personas no han visto beneficios concretos en sus territorios fruto de las regalías pues la corrupción se ha encargado de desaparecer estos recursos. Por el contrario, los daños ambientales y la afectación a la calidad de vida sí son palpables: ríos que desaparecen, fuentes hídricas contaminadas, ecosistemas irreversiblemente destruidos y fenómenos migratorios que diezman la tranquilidad de las zonas de explotación minera.
Ante el creciente rechazo popular, la Corte Constitucional tomó dos de las decisiones más trascendentales en su historia: mediante la sentencia C-273 de 25 de mayo de 2016 declaró inexequible el artículo 37 del Código Nacional de Minas, mediante el cual se establecía que ninguna autoridad regional podía establecer zonas de su territorio que quedaran permanente o transitoriamente excluidas de la minería. Y, mediante un fallo de tutela, T-445 de 19 de agosto de 2016, viabilizó una consulta popular para prohibir la actividad minera en el municipio de Pijao. Todo lo anterior, bajo la premisa de que la minería es una actividad que afecta ámbitos de competencia de los municipios tales como la regulación de los usos del suelo, la protección de las cuencas hídricas y la salud de la población, entre otros, razón por la cual las entidades territoriales deben ser actores y no simples testigos.
Menos de un año después, apalancados en estas decisiones judiciales y argumentando el interés de proteger el medio ambiente en sus territorios, un número cada vez mayor de municipios ha iniciado el proceso para llevar a cabo consultas populares con el fin de vetar la actividad minera; a la fecha van 44. Recientemente en Cajamarca y Cumaral, con una votación aplastante, superior al 95% en ambos casos, la ciudadanía dijo NO a la minería. De continuar la tendencia, no pasará mucho tiempo antes de que los 1.206 municipios del país hayan celebrado consultas populares y la locomotora minera, otrora motor de la economía nacional, quedaría desterrada para siempre. El gobierno nacional ha restado importancia a estas votaciones sosteniendo que su resultado no es vinculante, pero el Consejo de Estado, en reciente fallo de tutela, zanjó la discusión: sí lo es.
Con la caída en más de un 50% de los precios del petróleo desde 2014, el país ha dejado de percibir más de 20 billones de pesos solo por renta petrolera. En 2016, con carácter de urgencia, so pena de perder el grado de inversión otorgado por las calificadoras de riesgo internacionales, el Congreso aprobó una severa reforma tributaria que, principalmente apalancada en el incremento de tres puntos del IVA, suplió parte importante de los recursos perdidos. Pensando a mayor escala, ¿cuál sería el efecto sobre las finanzas públicas de prohibir absolutamente toda la actividad minera en Colombia (oro, esmeraldas, carbón, etc.)? La sola idea es aterradora.
Son muchas y muy variadas las preguntas que surgen, entre otras tantas: ¿Cómo reemplazaríamos las rentas derivadas de la minería? ¿Estaremos los colombianos dispuestos y en capacidad de asumir el pago de nuevos impuestos o un incremento sustancial a los ya existentes? ¿Qué pasará con los grandes proyectos de inversión nacional y regional que actualmente se financian con las regalías? ¿Cómo se verán afectadas las transferencias de la nación a las entidades territoriales ante la desaparición de la renta minera? ¿Qué hacer con las miles de personas desempleadas por la eventual debacle de la industria minera? ¿Prohibir la minería es la mejor forma de proteger el medio ambiente? ¿Está en capacidad el Estado de controlar la minería ilegal que buscará hacerse con los cuantiosos recursos naturales cuya exploración fue vetada a la empresa privada? ¿Cómo apalancar la confianza inversionista nacional y extranjera ante tal nivel de inseguridad jurídica? ¿Cómo financiará el Estado el pago de las billonarias demandas por parte de las empresas que, amparadas en los títulos mineros legalmente obtenidos, hicieron cuantiosas inversiones en exploración minera y como resultado de las consultas populares deben irse del país sin obtener ganancia alguna?
Me declaro ecologista, pero no podemos desconocer que siendo Colombia un país en donde casi la mitad de los recursos de inversión pública territorial provienen de la minería, el panorama actual nos pone ante una gran encrucijada y la forma en cómo sea resuelta marcará por siempre el rumbo de la economía nacional. Tiempos difíciles se avecinan.