Por “patria boba” se conoce el periodo transcurrido entre 1810 y 1816 cuando con posterioridad al grito de independencia en Colombia, pero aún sin consolidarse, centralistas y federalistas se enfrascaron en un conflicto interno por no lograr llegar a un acuerdo sobre cuál sería el sistema de gobierno de la naciente república, lo que condujo pocos años más tarde a la reconquista española comandada por parte del teniente general Pablo Morillo.
Desde ese entonces podemos afirmar que la vida de Colombia como nación independiente no ha sido fácil: mucha ha sido la sangre que se ha derramado sobre las páginas de nuestra historia. En poco más de dos siglos hemos visto nacer y recrudecerse todas las formas de violencia: la guerra entre liberales y conservadores, el nacimiento y consolidación de grupos guerrilleros, la proliferación del narcotráfico, el fenómeno del paramilitarismo y otras tantas tragedias que enlutan nuestra memoria y han llevado a convertir a nuestro país en un gran camposanto. Hasta hace no mucho éramos considerados en buena parte del mundo como un Estado fallido.
Pero de todos los hechos sangrientos que nos han aquejado, el guerrillero parecía ser el peor. Las Farc se habían convertido en sinónimo de terror por potencializar tres de las problemáticas más grandes del país: narcotráfico, paramilitarismo y desplazamiento. Desde 1982 se intentaron seis procesos de paz con ese grupo armado pero ninguno fue exitoso.
Los colombianos, frustrados tras la entrega del país que hizo Andrés Pastrana a las Farc y que les permitió fortalecerse militarmente, eligieron en 2002 a Álvaro Uribe Vélez como presidente, esperanzados en que una “mano firme y un corazón grande” era lo que el país necesitaba para salir de la crisis en que nos encontrábamos. A lo largo de ocho años Uribe trató de derrotar militarmente a la guerrilla a la vez que por debajo de la mesa les ofrecía amnistía absoluta y una tranquila vida en Francia. Pese a que logró dar grandes y contundentes golpes a las Farc, no logró cumplir su promesa de “cortarle la cabeza a esa culebra”.
Juan Manuel Santos aprendió de los errores históricos cometidos en los procesos de paz anteriores y entendió que, si bien es cierto que los grupos guerrilleros no representan a nadie y no tienen legitimación social, el Estado sí tiene la obligación de implementar todos los cambios que el país necesita. Armando una coalición de varios partidos políticos y con el respaldo de diversos garantes internacionales, entre ellos la ONU, inició en 2012 diálogos con las Farc en Cuba con base en una agenda de cinco puntos concretos que encarnaban algunos de los grandes problemas de Colombia: política de desarrollo agrario integral, participación política, fin del conflicto, solución al problema de drogas ilícitas y víctimas y verdad. El resultado fueron casi 300 páginas de acuerdos mediante los cuales se pretendía poner fin a una de los capítulos más sangrientos de nuestra historia.
Las cosas del ego: no le sirve al país ninguna paz en la que algunos políticos no figuren. Desde el momento en que se anunciaron los diálogos en La Habana, la extrema derecha colombiana, encabezada por los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, a quienes siempre recordaremos por su falta de autoridad moral en temas de paz y por los procesos de desmovilización fallidos con las Farc y las Autodefensas Unidas de Colombia, respectivamente, se ha dedicado a cuestionar en forma encarnizada e irracional cada uno de los acuerdos alcanzados entre las partes. Para ellos, que recurrieron al “todo vale” para lograr la paz, ninguna concesión que haga Santos a la guerrilla, por mínima que sea, es admisible.
En menos de un año los colombianos deberemos concurrir a las urnas para elegir presidente y congreso; de la decisión que tomemos dependerá en buena parte la consolidación de la naciente y frágil paz. El Centro Democrático y el ex-procurador Alejandro Ordoñez prometen «hacer trizas» el acuerdo con las FARC, mientras los partidos de la coalición de gobierno manifiestan la necesidad de defender los logros que se han alcanzado. El futuro es incierto y faltando un año para las elecciones es temprano para hacer predicciones acertadas sobre quienes puedan llevarse la victoria. No obstante, no deja de preocupar la calidad del electorado colombiano que es abstencionista en su gran mayoría, y donde una buena parte de las personas que salen a votar lo hacen guiadas por sus emociones y no por la razón, dando mayor credibilidad a audios anónimos que circulan por WhatsApp que a la certificación de los garantes internacionales respecto a los avances del proceso de paz.
Al día de hoy, poco menos de un año de haber terminado las negociaciones en La Habana, miles de vidas se han salvado: las Farc se encuentran completamente concentradas, en proceso de desmovilización y han hecho entrega del 40% de sus armas e indicado la ubicación de más de 900 caletas con dinero y material bélico; antes de finalizar julio, el grupo guerrillero deberá haber desaparecido y nacerá a la vida civil como un nuevo movimiento político. Colombia no estará completamente en paz, es cierto, pero desaparecerá el actor más importante del conflicto armado y eso ya en sí es un enorme paso en la construcción de un nuevo país.
Ojalá que a diferencia de lo ocurrido hace 200 años, cuando perdimos la independencia por disputas internas, los colombianos no sacrifiquemos esta oportunidad de paz por la vanidad de unos cuantos políticos mezquinos. Esta patria no sería boba sino tarúpida.