En 1998 Hugo Rafael Chávez Frías, mejor conocido como Hugo Chávez, fue elegido por voto popular en unas elecciones libres como presidente de Venezuela. Prevalido del mandato otorgado por un pueblo cansado del mal gobierno que hasta ese entonces habían ejercido quienes hoy día se declaran como oposición, comenzó una serie de reformas constitucionales y legales en pro de establecer políticas públicas orientadas por lo que él denominó el “Socialismo del Siglo XXI”. Tras un fallido golpe de Estado en el año 2002, Chávez radicalizó su posición y aceleró la implementación de su modelo económico.
Valiéndose del histórico error de los partidos políticos declarados en oposición, que en el año 2005 decidieron no presentar candidatos para las elecciones a la Asamblea Nacional, el chavismo, en un certamen electoral opacado por un 75% de abstención, obtuvo la totalidad de las 167 curules de diputados para un periodo de cinco años. Durante ese tiempo, mediante una serie de leyes habilitantes, se dio vía libre al presidente Chávez para que gobernara mediante Decretos con fuerza de Ley a su antojo, sin necesidad de intervención o aprobación del órgano legislativo.
Debido a que por mandato constitucional la Asamblea Nacional designa a los Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, el oficialismo cooptó el poder judicial al llenar todas las vacantes del máximo órgano judicial con cuotas del gobierno. Así las facultades del presidente se hicieron omnímodas y no hubo nadie capaz de hacerle contrapeso: los tres poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial) eran suyos. A todo lo anterior, por si fuera poco, debe sumarse el respaldo irrestricto de los militares, que son quienes hoy mantienen en el poder al régimen, el cual ha ganado ascendiendo a cientos de nuevos generales y otorgando todo tipo de prebendas a la fuerza pública.
El chavismo, hoy bajo la presidencia de Nicolás Maduro, a lo largo de estos casi 20 años en el poder ha desconocido las mínimas nociones de la democracia y desdibujado el Estado de Derecho arrasando con la institucionalidad venezolana. Son noticia diaria las atrocidades que se cometen en dicho país por parte del gobierno, tales como: el cierre masivo de medios de comunicación, la captura y encarcelamiento de líderes de la oposición por atreverse a descalificar al gobierno, el juzgamiento de civiles por autoridades militares, las expropiaciones de bienes a ciudadanos sin justa causa, y la negativa a celebrar elecciones regionales por simple capricho del presidente, entre otras. Se ha llegado a tal extremo de arbitrariedad que el Tribunal Supremo, en una actuación groseramente ilegal e inconstitucional, declaró en desacato a la Asamblea Nacional de mayoría opositora asumiendo sus funciones; los jueces a partir de esa fecha comenzarían a legislar. Medida que debió ser reversada debido al contundente repudio internacional.
La atroz dictadura, hoy legitimada por la cuestionada constituyente celebrada el pasado domingo, ha desintegrado a la Asamblea Nacional; último vestigio de la institucionalidad venezolana.
En este contexto es inexplicable el por qué de la aquiescencia y apoyo mayoritario de la izquierda colombiana al régimen venezolano. Causa escozor y desconcierto el ver a personajes políticos tales como Gustavo Petro, Aída Avella o Piedad Córdoba, entre otros, vitorear las actuaciones del régimen chavista cuando ellos han vivido en carne propia el horror de ser perseguidos por el Estado e, incluso, declarados como objetivo militar debiendo emigrar para salvaguardar sus vidas. Si ellos son testimonio vivo de las nefastas consecuencias del abuso del poder, ¿cómo pueden apoyar que a otros se les haga lo mismo? ¿Acaso consideran que una persecución política puede ser buena o mala según la ideología de las víctimas?
En reiteradas entrevistas y publicaciones en redes sociales han justificado su apoyo al régimen venezolano argumentando que éste fue electo mediante voto popular y por ello es legítimo. Si bien es cierto que los gobiernos democráticos se caracterizan por tener su origen en la voluntad de la ciudadanía, la cual se expresa mediante el voto, no podemos cometer el error de reducir el concepto de democracia a la existencia de una votación. No puede darse validez a unas elecciones realizadas en un país donde los ciudadanos acuden a las urnas constreñidos por conservar su empleo en el sector público, que es el mayor empleador; o por el temor al hambre, pues dependen de un carné que les da el gobierno para poder comprar alimentos, y donde el Consejo Nacional Electoral, órgano de bolsillo del régimen, se presta para avalar el fraude tal como denunció Smartmatic, empresa que ha trabajado en la gestión electoral desde 2004.
Según la RAE, se denomina “cómplice” a quien manifiesta o siente solidaridad o camaradería. Pese a que son un hecho notorio los horrores que ocurren en dicha nación, la izquierda en Colombia aplaude o calla ignorando deliberadamente una trágica realidad que es palmaria. Esta actitud deleznable los hace cómplices y debería unirnos en un contundente rechazo ciudadano.
Moisés Wasserman, rector de la Universidad Nacional, afirmó que “quienes justifican hoy a Maduro nos están diciendo que harían lo mismo” (sic). Le asiste la razón, y es algo que debemos tener presente al momento de ejercer nuestro derecho al voto en los comicios a celebrase el año entrante.
Adenda: Además del régimen venezolano, los otros grandes beneficiados de la torpeza política de la izquierda colombiana son el Centro Democrático y la extrema derecha de nuestro país que capitalizarán en las urnas la complicidad de nuestros “demócratas criollos” con la dictadura. Tiempos oscuros se avecinan para Colombia.