Si bien todavía es temprano para hacer un balance completo de ’lecciones aprendidas’, si hay algunas que podemos destacar, tanto de la fase de conversaciones como de la implementación de los acuerdos, que son dos momentos interrelacionados.
Uno, toda sociedad que ha tenido un conflicto armado, y más con los niveles de degradación del nuestro, generan altos niveles de polarización social y política. Por lo tanto es un poco idealista creer que buscar la paz concertada, sin duda es lo más conveniente y razonable, vaya a generar fácilmente unidad para lograr consenso, a propósito de las concesiones que habría que hacerle a los alzados en armas para cesar en su lucha e integrarse al sistema democrático. Especialmente sacrificar justicia por verdad, paz y no repetición.
Dos, en la superación de la mayor parte de los conflictos armados, siempre se presenta un nivel de disidencias que dan origen a lo que podría considerarse como ‘conflictos residuales’ y que se pueden prolongar algunos años, pero que casi nunca tienen futuro.
Tres, no existe, en casi ninguna parte, políticas de negociación de conflictos armados que se puedan considerar de carácter permanente –de Estado las pretenden denominar algunos-; todas estas políticas son de gobierno. Por consiguiente, el ritmo de la negociación debe estar asociado al período de duración de un gobierno. Dilatar una negociación de tal manera que termine al final de un gobierno no es recomendable, porque en ese momento todos los gobiernos han perdido capacidad de maniobra política.
Cuatro, un problema adicional, que viene desde la propia fase de conversaciones: en una democracia liberal, con poderes que tienen relativa autonomía –ejecutivo, legislativo, judicial, órganos de control-, realmente la insurgencia conversa y llega a acuerdos es con el ejecutivo; en los puntos que comprometen los demás poderes del Estado, lo máximo a lo que se puede comprometer el equipo negociador, a nombre del Presidente, es a presentarlos, ambientarlos y tratar que se aprueben, pero no existe garantía de que efectivamente eso será posible de la manera exacta como se acordó en la Mesa de Conversaciones, igual en lo relacionado con la administración de justicia. Sin duda, esto, además de ser una de las principales dificultades que conlleva el proceso de implementación actual, es un aprendizaje adicional que complejiza la terminación de nuevos acuerdos de cierre de conflictos armados.
Cinco, en todos los casos la implementación de los acuerdos pactados está altamente influenciados por el nivel de legitimidad de que gocen en la sociedad. Normalmente existen sectores y fuerzas políticas opuestos, otros que los apoyan y defienden y otros más que son relativamente ‘indiferentes’. El juego de esas fuerzas políticas y sociales, así como su nivel de influencia es lo que permite definir qué tanta legitimidad los acompaña y ver igualmente las dificultades que debe enfrentar en su implementación.
Sexto, por supuesto la organización insurgente, transformada en fuerza política, tiene todo el derecho a presionar, nacional e internacionalmente, para que se cumplan los acuerdos, pero es el peso de fuerzas políticas y sociales el que determinará los resultados.
Adenda: Sabiendo que la denominada ‘reforma política’ que se tramita en el Congreso, poco y nada tiene que ver con la propuesta por la Misión Electoral Especial, ¿tiene sentido insistir en su aprobación?. ¿No será que en la medida en que los beneficiarios de ella, serán algunos de los actuales congresistas quienes la aprobaran, estén incursos en inhabilidades?